jueves, 5 de junio de 2014

El laberinto del minotauro

… Pero qué demonios, si siempre ha sido así. Escritores con exceso de ego y defectos de personalidad los ha habido toda la vida y los seguirá habiendo mientras nos sigáis alimentando. Y ni siquiera escribimos tan bien como para merecerlo, pero siempre ha existido esa falsa mitificación. Ha habido una adoración, una idealización del malditismo por gente que está muy lejos de saber lo que realmente es estar maldito. Maldito es estar a oscuras y no atreverte a mirar a la puerta entreabierta porque te ha parecido ver una sombra con cuernos y una sonrisa de hija de puta y probablemente un arma puntiaguda mientras en la calle los niños gritan y no se ve la luna. Malditas son las generaciones que se acabaron con una jeringa vacía colgando de la vena, las cunas vacías sobre cristales rotos, el final de la luz o que nadie quiera verte ya más. Odio la palabra “malogrado”. Se usa para definir a un difunto que alguna vez hizo algo notable. Nunca la he entendido, me parece una forma muy categórica de encuadrar la obra de una persona entre las de otros que no tuvieron nada que ver aparte de morir antes de tiempo. Los viejos mueren después de tiempo. Sí, se tiene esa imagen de los viejos adorables, con pelo blanco y amables con las personas, de inmortal buen humor. Que la conserve quien se la crea. La vejez es una cosa terrible, se te muere el cuerpo y la mente y te cuesta una eternidad sobrellevar un día entero. Esto lo sé porque tengo ojos y veo cosas, y leo entrevistas a viejos que aun no se han muerto. Lo que es más jodido es llegar a ser las dos cosas: poeta maldito y viejo. ¿Qué credibilidad puedes tener? Para estar maldito de manual has tenido que drogarte desde los doce años y escribir poemas asonantes sobre lo puta que es la vida, las hojas caídas en otoño, el coño que te comiste de joven y ya no tienes y lo frío que hace en invierno. La poesía debe ser sin métrica, sin rima y sin más estructura que la genital, que es más fácil escribir y no hace falta tener conocimientos y, sobre todo, es más fácil evitar ser un coñazo de los que acaban en los libros de Lengua Castellana de secundaria. Se transmite mejor, en definitiva. Pero así no te llamarán poeta de verdad hasta que te mueras de intoxicación etílica o tu padre se apellide Bukowski o Panero. Speak of the devil
Creo que Bukowski es el que mejor se lo montó de todos, porque no se lo montó. Borracho desde los 13 años y virgen hasta los 24, factótum en empleos basura y a punto de desangrarse de whisky, vio el éxito a los cuarentaymuchos o cincuentaytantos y folló con veinteañeras que lo deseaban por lo que escribía. Y tras conocer el amor vivió veinte años más borracho y pseudofeliz sabiendo que cualquier folio mecanografiado con su firma sería dogma de multitud de intelectuales diletantes en Europa y venerado por cualquiera que quisiera ir de profundo. Él sí era un maldito, un canalla como pocos, y es mi ídolo como ídolos suyos eran Céline y Hemingway. ¿… Sabes? Yo siempre he mantenido que mi ídolo era Stephen King. Segundo hijo de una familia de clase obrera sin progenitor, con un hermano mayor que era considerado un genio a todos los niveles y criado en un lugar tan muerto como Nueva Inglaterra. Leyó hasta que se le secaron los ojos y a los veintitantos ya era profesor de Literatura y vivía en una caravana con su mujer y dos críos, sin levantar los dedos de la máquina de escribir desde más de la mitad de su vida hasta que dio en el clavo con su primera novela y el resto todo el mundo lo conoce. Es un modelo de héroe de la clase obrera muy encomiable. Pero cuando uno salta entre mundos y acaba conociendo los misterios de la noche, necesita algo más crudo y auténtico que le susurre cierta clase de verdades. La ficción esta bien. Más que eso, es necesaria y seguramente de las pocas cosas del mundo que aun quedan interesantes y algo por lo que vivir, desde luego. Moriría por ella, pero también es cierto que moriría por muchas cosas y me acabaré muriendo por nada. Abraza la oscuridad, permanece angustiado, deslízate.
Todo el que me lee escribiendo sobre la muerte o que simplemente ve en mi mirada cosas que indican que pienso en ella, al menos muchos de ellos, lo achacan a mi interés en los Panero. Mentira. ¡Pero si yo, de hecho, no había oído hablar de la familia Panero hasta el año pasado! Una chica me recitó una estrofa de Canción del croupier de Mississipi, investigué un poco y acabé encargando Poesía completa pero por error recibí el libro de Juan Luis Panero y no el que yo quería, el de Leopoldo María. No fue hasta el otro día, por la muerte de Juan Luis, que me dio por leerme los poemas y me gustaron mucho. Coincido con su visión tan temprana de la muerte y del amor perdido y lo triste que es recordar tiempos mejores en otras ciudades, así como los recuerdos a poetas admirados y amigos desaparecidos. En gran parte, de esto se nutre el imaginario destructivo del poeta maldito, regado por grifa y aguardiente. Pero me temo que Juan Luis nunca salió de su verso desgraciado del que ha vivido mucho sin quererlo. Tras ver el filme ‘El Desencanto’ y su continuación ‘Después de tantos años’, es inevitable hablar de Leopoldo María, el loco, el novísimo, el último poeta maldito (si tenemos que seguir utilizando esta expresión). ¿Por qué está maldito Leopoldo? Es un hombre prematuramente envejecido que se ha pateado todos los psiquiátricos de España y no parece haber sacado conclusiones. Su verso es más afilado, decididamente paranoico, pero también triste y no exento de cierto humor, para quien quiera escarbar en las películas. Sus carcajadas son de niño bobo, de loco de atar, pero tiene poesía para derribar unos cuantos muros de mil eternidades de ancho y hormigón del bueno. La víctima se busca su propio infierno, todo goce comienza en la autodestrucción, y si los que ponen las etiquetas a las cosas quieren considerarlo poeta maldito, no les faltarán argumentos. Pero, joder, maldita exclusividad del gremio. Yo no quiero pasar mi vida en manicomios, canoso y con la boca abierta para que la gente se interese en mi infierno. Toda poesía, como el buen blues, es desgarradora y así debe ser entendida. Es muy bonito que se hagan poemas sobre lo bello que es el valle del pueblo, pero a estas alturas de la muerte no me interesan para nada. Cuando quiera creerme mentiras volveré a la ficción. Si yo intentase escribir un poema sin rima, sin métrica y con las estrofas que me convengan para dosificar el dramatismo y contar anécdotas que me sirvan para desahogarme y obtener mi aura de malditismo irresistible de esos que bajan bragas de forma automática, quedaría algo parecido a esto:

Recuerdos de un verano
Estábamos reunidos a la puerta de la iglesia
Era de noche, hace diez años o más
No lo recuerdo bien
Y uno de ellos vino y me dijo: “oye, he escuchado
Que escribes. ¿Sobre qué?
Yo no tenía ganas de explicar nada
“Sobre otro mundo”
Y otros se unieron y dijeron: “Serás un gran escritor.”
“Iremos a las televisiones a difamarte, diciendo
‘Yo me emborraché con él’ de verdad lo haremos
Ya lo verás, siempre estaremos allí.”
Todos reímos y fuimos colegas
Luego se dieron la vuelta y volvieron al grupo
Fue una breve amistad, no recuerdo
Haber sabido nunca el nombre de ninguno
Ni por supuesto recuerdo sus caras
Hace pocos años uno de ellos me abordó
Me preguntó si era el de aquella vez, recordaba mi nombre.
Yo le dije: “Sí.” Y el dijo: “Genial, ¿cómo estás?”
“Es un placer verte de nuevo. Bueno, voy al coche
A coger la chaqueta que hace frío.”
Se dio la vuelta y yo recé por que no volviese
Creo que se llamaba Adrián.
El fantasma de los cinco minutos.”

Y todo sería de ese estilo. Quizá algunos temas más mordaces, algunos versos más lúcidos, líricas dentelladas sobre el ocaso y la nada, abismos de contradicciones y referencias a la tristeza infinita, a la grifa y al whisky. Pero lo cierto es que no serviría de nada, ya que el malditismo sólo lo llevo por dentro. El malditismo lo ponen los ojos de los demás, y yo lo llevo muy bien. Sigo vivo, nunca he fumado, tomado grifa ni ninguna droga en particular, ni tengo previsto hacerlo de forma consciente, y en cuanto al alcohol nunca he tenido mucho aguante. Mi hígado no es de acero, así que no me espera más agonía que la de ciertos domingos y eso es terrible para la inspiración. El hecho de no tener una vida tan aciaga como los hombres de los que hemos hablado me parece un panorama desolador para mi literatura qué, si fuese tan brillante en papel como me es prometida en mi centro de creación de ideas con ventana a la inspiración ciega, sería un bálsamo para el mundo, y mi imagen sería abrazada como nuevo profeta de la generación que toque. Y me alegra mucho que eso nunca vaya a ser real. Mi ego y necesidad de atención no es tan grande como mi desencanto y alienación ante la relación humana.
Y no creas que soltar todo esto es gratuito. Me estoy mordiendo los labios por no decir la más obvia de las verdades porque no quiero salir de aquí para volver a la realidad. La realidad es que hay más motivos para ser pesimista y para enfurecerse y cabrearse y escribir sobre “la sordidez más puñetera” que nunca, dado el estado y el año en el que vivimos. Esta es, más o menos, una revista de actualidad, ¿no? Y no hace falta que explique lo que pasa. La sordidez de este país de muertos, anticuado, dividido por los que se avergüenzan, entre otras cosas, de formar parte de un estado apolillado y con muchas losas encima. El caso es que escribir por una causa colectiva es loable y bello, pero el maldito no entiende de asociaciones. Ese sólo quiere escribir sobre sí mismo, las mujeres que se folla o se follaba o se quiere follar y no puede y las drogas y la noche oscura. Sé que me he repetido. ¿Sabes? ELLOS TAMBIÉN.
Ese es el laberinto del inadaptado. El poeta corre como herido por el rayo por infinitos recovecos, por los que ya ha pasado varias veces (tómalo como una metáfora de las repetitivas piedras en las que tropieza y por tanto el coñazo que da escribiendo cincuenta poemas sobre cada una), buscando la salida definitiva. Pero el laberinto no solo sirve para encerrar al minotauro, bestia sedienta de sangre de virgen y violencia, sino para impedir la salida a aquellos que osen entrar. Por eso el maldito es tan inaccesible, y has de saber que disfruta de ello. Le proporciona el misterio necesario para causar interés y fascinación sin hacer otra cosa que morirse letra a letra.
Ostracismo, amor perdido, sexo, política y una especie de hipersensibilidad cósmica, además de ciertos homenajes a la literatura y otras artes son los temas recurrentes en la poesía y en cualquier forma de expresión medianamente trascendental. Son también los muros necesarios para encerrar a un minotauro furioso y desencantado con la vida pero temeroso de la muerte, que prefiere invocarla de lejos para luego correr asustado para ver si la despista dentro del laberinto. Es algo contradictorio. El poeta abraza la muerte desde la primera letra que escribe. La necesita y la ama para crecer y la rehuye por la naturaleza cobarde de la raza en la que le ha tocado encarnarse (la única que de momento puede hacer expresiones artísticas), para que lo enmarquen de forma definitiva en el imaginario colectivo de una generación y las venideras. A veces gusto de usar el mito de Prometeo para indicar mi visión de aquel que entrega a los hombres aquello que les hace pensar y crear, y por ese gesto es castigado a sufrir por toda la eternidad. Es un buen mito para cualquier poeta que lo quiera blandir como capa, sí. Pero últimamente veo más interesante el descenso a los infiernos de Orfeo buscando a Eurídice y saliendo de él para ser engañados y convertirse en piedra. Hay cierto romanticismo invencible y quijotesco en ello, y yo, que perdí las ganas de vivir leyendo a Houellebecq, no puedo hacer otra cosa que abrazarme a ello en silencio pensando en Emily Dickinson, porque quisiera morir y languidecer en su mejilla, y en todos aquellos que vivieron vidas mil veces malditas. La peor muerte es la indiferencia, nada de no llegar a ciertas edades ni ver crecer a tus hijos. Vidas tan largas no van con nosotros. Citando a Hank, “los placeres de los condenados se limitan a breves momentos de felicidad”, y así debe ser y, lo que es peor, es. Y para acabar citando a un Panero, “lo peor que se puede ser es un coñazo”, y la vida ya lo es bastante, por eso es conveniente acortarla y llenarla de obstáculos, laberintos e infiernos. Construir un muro de palabras para mantener las noticias fuera.


23 de septiembre de 2013 

1 comentario:

  1. Ole, muy pepina la reflexion. Coincido contigo. Y lo que mas me a gustado es el final. Llevaba tiempo queriendo ver en palabras esa sensacion que me invade demasiadas veces. Gracias :DD

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