sábado, 24 de enero de 2015

Lo mejor de los noventa

Son las dos de la mañana, como casi siempre, y Solange hace las maletas. Es importante hacerlo a esta hora, lejos del amanecer y con el riesgo de despertar al resto de inquilinos. Es una buena venganza, ya que por las mañanas es ella la que sufre los ruidos de la casa. Desde su estratégico rincón en el segundo piso, los tiene a todos controlados. La rubia en la habitación contigua, estudiando en silencio menos cuando saca la grabadora para escuchar al profesor de Medicina. Luego se ríe a voces en la cocina con los demás pero no habla con Solange desde el incidente, y la verdad es que no podría importar menos. Toda saliva que se gasta sin ser compartida está muy mal empleada y no la vuelves a tener, piensa Solange a veces. Todos hablan con la rubia, incluso el escocés del piso de arriba. El escocés es bastante robusto y su habitación está justo encima de la de Solange, pero es muy silencioso porque es tímido, casi depresivo y ha atravesado rachas de alcoholismo que hicieron peligrar la seguridad de la casa. A Solange no le cae mal porque a veces hablan de música y películas y pueden ver algo en la tele cuando no están el resto de las chicas hablando en la sala. Siempre están hablando. El escocés es el mejor de todo el piso, piensa, porque nunca intenta ser algo que no es. No tiene complejos y no le importa pasarse la tarde en el sofá sentado sobre un pedazo de mantequilla que jura y perjura no saber como llegó allí, o volver del gimnasio con toneladas de comida basura que no duda en mezclar a modo de cena imperial. Es la persona más natural de la ciudad y Solange le respeta muchísimo. El resto de compañeros de piso no son demasiado remarcables, por eso a Solange no le importa hacer ruido por las noches. Todo tiene la relevancia que uno quiera darle.
Solange saca la maleta al rellano y vuelve a meterse dentro de la habitación para adecentarla un poco. La cama está siempre deshecha porque no hay mucho más espacio, así que se ha apañado un escritorio al lado de la misma con el ordenador encima. Allí ha pasado gran parte del último medio año. Muchas de las mejores horas fueron con Gonzague, además de las más bonitas e interminables. Casi todas esas horas fueron buenas, pero ahora Gonzague ya no está y no queda en Dublín una razón para que Solange se quede más tiempo de lo debido. Se despide acariciando con una sonrisa las arrugas de las sábanas y piensa que todo lo que se quedó allí ya no se lo pueden quitar, ni tampoco se lo pueden quitar a Gonzague porque nunca se lo llevó consigo, lo dejó allí porque no podía valorarlo como se debía y para no malgastarlo dejó que Solange se quedase con todo. Si alguien encuentra a Gonzague algún día sería bonito que encontrasen algo de eso aferrado entre sus manos, esté donde esté. Si la rubia siguiese hablando con ella, Solange podría cogerle la nariz con una mano y retorcérsela, poner un cubo debajo y ver caer pedazos de rencor y envidia derivados de Gonzague. La rubia había estado celosa de los dos, porque a ella sólo le había tocado un novio futbolista, o eso decía él, en la segunda división inglesa al que le faltaba una mano. Solange creía en la superación personal, pero lo cierto es que había comprobado los datos de la plantilla actual de ese equipo en Internet y ese chico no aparecía por ninguna parte. La rubia y él eran muy felices, pero al cabo de un tiempo no volvieron a tener noticias suyas así que dejó de ser feliz para ser huraña con Solange y Gonzague, a quien probablemente deseaba porque era un francés bastante guapo y apañado que tocaba la guitarra y se paseaba despreocupadamente por la casa como si fuera suya. Eso era lo que más le gustaba de todo a Solange.
Una vez se ha despedido de su habitación, Solange golpea accidentalmente la pared que da al cuarto de la rubia y sonríe. Sabe que en tres horas sonará su despertador, así que no va a desaprovechar la última ocasión de amargarle la vida. Toma la maleta en una mano y se enfrente a la escalera por última vez. Escucha ronquidos devastadores de alcohólico, y deduce que el escocés se ha quedado dormido en alguna parte del piso de abajo. Se quita los zapatos y baja las escaleras de puntillas para no despertarle, sirviendo este gesto de despedida silenciosa.

Hay un montón. Mujeres guapas y hombres tristes, solitarios y borrachos. La noche dublinesa no hace distinciones y los acoge a todos. Solange arrastra las ruedas del equipaje por el empedrado tan característico de la capital de Irlanda, pensando que quizá no pueda volver a hacerlo nunca más. Hay farolas encendidas y da un último paseo por la ribera del río, dejando atrás el puerto, acercándose a los pubs. Es la madrugada de un lunes y casi todos los bares han cerrado, porque abrir hasta tarde nunca se les dio muy bien. Es algo que Solange echa de menos. En Francia, incluso en España, ya que siempre ha andado a caballo entre ambos países, una podía salir de casa a las doce de la noche y volver, de nuevo con los zapatos en la mano, a las ocho de la mañana para prepararse el desayuno. Diferencias. Pasa demasiado cerca de una valla publicitaria con carteles de los estrenos de cine, y eso es un error, porque cuando Gonzague todavía estaba era una tradición ir a ver algo, o verlo en casa teniendo que pausar la película cada diez minutos por inevitables ataques de risa o peleas de cosquillas o besos de los que matan neuronas y luego hay que buscar supervivientes. Gonzague siempre decía que en las islas se hacían unas películas impresionantes pero que no le importaban a nadie porque luego llegaban los Oscar y nadie les hacía ni caso. Las películas europeas que nominaban a los Oscar tenían que ser forzosamente de habla no inglesa, y las películas británicas e irlandesas eran siempre ignoradas ante las americanas. Que al final siempre eran las mismas cinco películas estrenadas en diciembre para llamar la atención de la gente, generalmente dramas y biografías sobre gente negra, minusválida u homosexual, dependiendo de la corriente que tocase reivindicar cada año. Películas académicas, las llamaba Gonzague. Amables, largas, deliciosamente aburridas y con la dosis justa de todo para no molestar a nadie y agradar a todo el mundo para que tuviesen algo de que hablar en las cenas de Navidad y pudiesen decir alegremente: “Fui a verla y es muy, muy buena”. Luego había también una gran cantidad de películas buenas de verdad que no tenían por qué estrenarse en diciembre y que eran mucho mejores, pero a lo mejor no se hablaba tanto de ellas. Daba igual. La vida de Solange con él había sido tan académica como quisieron y mejor que muchas películas, no que todas, pero desde luego superior a la media y era lo importante.
Solange pasa por delante del Gipsy Rose, su pub favorito en todo Dublín. Hay bragas rojas colgando del techo y miles de posters de grupos de rock. Siempre hay un músico tocando, menos ahora que está cerrado porque es tarde, claro. Solía ir con Gonzague y oh, no, por favor, no hablemos de esto ahora, de verdad, ahora no puede ser, seguid caminando. No me hagáis esto. En fin, un viejo borracho se cruza en su camino y Solange tiembla un segundo, pero no pasa nada, porque el viejo sólo le sonríe y dice un par de palabras que no alcanza a entender, pero parece que ha sido dulce. Los dos siguen su camino en distintas direcciones y Solange casi ha llegado a su destino, pero antes de salir de la ribera del río derrama una sola lágrima que se pierde en las aguas y podría jurar que se ha transformado en una sirena que lleva todo lo que se ha condensado en esa lágrima a todos los ríos del mundo. Adiós, Dublín.

Aerfort Bhaile Átha Cliath, aeropuerto de Dublín, Terminal 2. 6:00 AM.
Cuando se reservan vuelos al continente con una compañía irlandesa que tiene un nombre tan propenso a bromas como Aer Lingus, se aceptan sacrificios como madrugar o no dormir en toda la noche, depende desde donde tengas que trasladarte. Solange ha decidido pasar la noche en vela despidiéndose de la ciudad porque su vuelo sale a las seis de la mañana. Es justo. La ventaja es que no tienes que pagar comisiones de tarjeta, con lo que los vuelos salen bastante económicos. La Terminal 2, además, es bonita y majestuosa, como un edificio futurista. En navidades ponen un banco con un Papa Noel bonachón y los niños y algunos adultos se hacen fotos con él, pero todo el mundo está cansado arrastrando maletas y esgrimiendo billetes de vuelo a todas direcciones. Solange miró el otro día unos vuelos a Nueva York, con regreso por menos de quinientas libras. Se repite que tiene que hacerlo alguna vez en la vida, pero no es el mejor momento porque claro, Gonzague no se encuentra disponible en este momento. Solange ha pasado el control de seguridad sin demasiadas dificultades (le han hecho quitarse los zapatos, pero a estas alturas ya parece una seña de identidad), ha pagado por una revista que no le interesa y ahora aguarda pacientemente el embarque con el resto de pasajeros. Lo que necesita no es una revista, ni siquiera entrar ya en el maldito avión y quedarse dormida. Quiere un Aer Lingus de Gonzague, pero no va a ser posible porque ni los miles que se manifestaron en silencio en el Phoenix Park alzando velas encendidas en las manos fueron suficientes para hacerle volver.  
Megafonía ruega a los pasajeros del vuelo Dublín – Barcelona que se coloquen en dos hileras. Los asientos 1 a 15 en la hilera izquierda, del 16 al 30 en la hilera derecha. Solange ayuda a un par de ancianas europeas que no terminan de aclararse. Es entonces cuando un chico le aborda. Tiene el asiento 14C y no ha estado atento.
- Tienes que ponerte en la hilera izquierda. – Le aclara Solange. – Vaya, vamos en la misma fila. – Sonríe. Ella tiene el 14A, ventana.
El chico parece visiblemente contento. Es español, seguro, quizá catalán, Solange nunca se aclara con los españoles, pero le parece catalán. Es delgado y atractivo con el pelo ensortijado, y tímido como Gonzague en sus buenos tiempos. De acuerdo, piensa, mejor no seguir por ahí.
-          Me llamo Richard. – Dice. – Encantado.
-          Solange.
Solange habla un castellano casi perfecto. Richard es agradable y sus ojos han visto mundo, pero no piensa darle más cancha de la debida. Hoy no, ya no. No por ahora.
-          ¿Eres de Barcelona, Richard?
-          A veces. – Sonríe el chico. – Ahora, por ejemplo, sí.
-          Todos volvemos a casa.
El amanecer se cuela por los ventanales mientras caminan por la plataforma que da acceso al avión. Se sientan juntos, dejando un asiento libre en medio para las chaquetas. No, no se sientan tan pronto, porque el equipaje de mano de Solange es demasiado grande para los compartimentos superiores. Van llenos de otras maletas. La azafata no ayuda, sólo repite que no hay sitio. Tras mucho tiempo, Richard ha conseguido hacer un hueco en un compartimento alejado y depositan ahí la maleta con la esperanza de que tras dos horas y media de vuelo se convierta en una mariposa de colores que sepa volar sola y nadie tenga que arrastrarla. Tras mucho tiempo, el avión coge carrerilla y echa a volar. Solange tiene ventana y el sol le da en la cara como si acabase de despertar, cuando no ha dormido en mucho tiempo.
-          ¿Te gusta volar en avión? – Pregunta Richard. Ha pasado algún tiempo madurando la pregunta.
-          Sí. – Contesta con media sonrisa. El sueño empieza a pesar, pero sabe que el chico no va a dejar de hablar así que habrá que estar a la altura. - ¿Y a ti?
-          Claro. Todo lo que sea volar y estar en lugares altos. Tengo preferencia por lugares altos.
Solange no sabe muy bien como interpretar eso, así que toma las riendas de la forzada conversación. Pone la mejor de sus sonrisas (y eso es MUCHO, creedme) a juego con sus ojos, que no se quedan atrás, y el sol que se cuela por la ventana anida en su pelo para completar el cuadro. Y se inventa una historia fantástica sobre lo que ha estado haciendo en Dublín, las neuronas encuentra a velocidad de vértigo unas razones estupendas en la memoria y dice que se fue de au pair, a aprender inglés cuidando niños de familias moderadamente adineradas ya que es así como se van todas las chicas en algún momento de su vida, y las niñas que le tocó cuidar eran tres soles, oh, sí, las llevaba al colegio y luego les enseñaba actividades como gimnasia, o francés, o español. Aprendieron de ella a comer verduras y a jugar con sus padres, que para ser adinerados nunca estaban en casa. Las niñas canalizaron esa inacabable energía infantil que podría dar cuerda al avión en el que iban ahora mismo y la mediana llegó a ser capitana del equipo de gimnasia rítmica. Bueno, Solange no recuerda si a esas edades existen capitanas, pero tampoco recuerda haber dicho las edades de las niñas que acaba de inventarse y por otro lado seguro que a Richard le importa un carajo porque entre otras cosas es un chico, son casi las siete de la mañana y están a muchos kilómetros de ninguna parte.
Pero Solange se siente fuerte y decidida en su historia y la adorna con muchas invenciones bonitas, no se inventa nada feo porque en este momento se siente razonablemente guapa y es más de lo que se ha sentido en mucho tiempo, y enfrente los ojos de Richard siguen atentos y seguramente algo más y, qué demonios, él tampoco está mal, pero no es el momento y se lo va a hacer saber mediante una perorata. Y las palabras inventadas que salen de su boca adornadas con un brillo en los ojos y los labios moviéndose más graciosamente que nunca se olvidan de todas las cosas vividas en aquella casa de Dublín en la que habitaban seis personas y a veces ocho pero al final ya nunca fueron amigos nunca más y acabó siendo insoportable para todos y cuando Gonzague decidió abandonar el edificio todo se enrareció tanto que las semanas pasaron sobrevolando la casa tan cerca y tan rápido que el roce levantó algunas tejas que en su caída casi desnucaron a unos pobres ancianos que pasaban por allí. Y ni una palabra de los puñetazos a la lámpara cuando a ésta le daba por proyectar sombras divertidas en la pared ni de los mordiscos a los quicios de las puertas de pura rabia, ni las patadas silenciosas al aire que no dolían más que por dentro, las miradas huidizas, acusadoras, rencorosas, de algo tan cercano al puro odio que nadie había experimentado un frío semejante para saber si era odio de verdad o solo un enfado muy bien abrigado. La luz del baño que nunca funcionaba, la luz de la escalera que tampoco funcionaba y los moratones consecuentes que a Gonzague le gustaba luego apretar y a ella también, por qué no, el cementerio sangriento de tampones usados en la papelera del cuarto de baño grande que nadie limpiaba nunca y que Solange quería ponérselo a la rubia por sombrero, quería desnudarla y restregarle los tampones por el cuerpo y crucificarla en el centro de Temple Bar y dejar un sombrero a sus pies para que los turistas echasen monedas. Con esta imagen algo en su cerebro hace clic y para cuando vuelve a la realidad que está contando, Richard ya ha cerrado los ojos y respira pesadamente. Objetivo cumplido. Solange hace lo mismo y se duerme con la cabeza iluminada apoyada contra la ventana, descansando los rizos en las nubes para que no pierdan su forma.

 Gonzague está de vuelta en el sueño a mil kilómetros de altura y tiene que andar con cuidado para no caerse. Solange lo está viendo desde la barra del Gipsy Rose. Mientras ella bebe, él está en el escenario con una guitarra cantando canciones desgarradoramente tristes y todo el mundo está llorando. Canciones sobre la chica que nunca participaba en sorteos y nunca ganaba nada, sobre otra chica con las manos tan frías que se hizo pirómana para encontrar consuelo, sobre chicas con el corazón en la vagina y la vagina en el corazón que nunca se aclaraban y se hacían daño. Gonzague se tapa los ojos con el pelo para que nadie se los mire y no tiene una cerveza a mano. Solange quiere acercarse pero las lágrimas de todo el pub se lo impiden. Los irlandeses gritan que toque algo más alegre, pero Gonzague susurra en francés que no puede, que es imposible, que no hay nada más dentro que pueda salir. No lo entienden y gritan que se baje del escenario. Gonzague está sangrando por los dedos de rasguear la guitarra. Solange, que ha tardado una eternidad en llegar al escenario, le alcanza la cerveza pero él no la quiere. Alza la vista una sola vez para indicarle que se vaya, que si no hay canciones alegres no hay cerveza. Y Solange se va, porque las lágrimas irlandesas han creado un río que la saca del bar y la deja en la calle. Todo ruido procedente del Gipsy Rose queda silenciado y las ventanas están oscuras para ver lo que pasa dentro. Y es el viejo borracho que se encontró hace unas horas el que levanta a Solange del suelo, reconocería esa mirada en cualquier parte, y con una sonrisa le dice una de esas frases lapidarias de las películas que todo el mundo intenta formular en la vida real pero nadie consigue nunca el mismo efecto, pero esta vez es tan fuerte que al segundo siguiente se le olvida porque el sol la ha despertado.
De entrada tener a Richard inclinado sobre ella (se ha movido al asiento central, además) le choca, pero más le choca ver sus ojos y comprobar que son los mismos que los del viejo. O eso le parece. Richard amaga con retroceder pero sonríe y señala la ventana. Solange se gira, aun con los ojos entumecidos, y contempla unas enormes montañas nevadas en las que golpea el sol. La vista en los Pirineos es, como siempre, espectacular.
-          Nos dan los buenos días. – Dice Richard.
-          Es impresionante. ¿Qué tal has dormido, Richard?
-          No muy bien. Lo siento por quedarme dormido con tu historia, pero me faltan
muchas horas de sueño. – Richard bosteza y Solange no puede evitar hacer lo mismo. Ambos ríen. Solange piensa en la extraña coincidencia de los ojos.
-          ¿Dónde estabas anoche? – Pregunta como por casualidad. – Para no haber
dormido, seguro que estabas despidiéndote de alguna chica. – La pregunta le ha quedado demasiado insidiosa, pero no importa.
-          Anoche tenía setenta años y no estaba como para despedirme de nadie.
Si era una respuesta burlona, parece ir totalmente en serio. Solange estudia detenidamente la expresión del chico: sonríe confiado pero honesto. Probablemente, es decir, seguro tratándose de un hombre, esté interpretando el papel de misterioso seductor atractivo e interesante y necesita contar muchas mentiras increíbles como migas que soltar en el camino para que le sigan el rastro, pero una vez aceptado esto (¡y qué remedio!) lo que queda tiene que ser, forzosamente, cierto. Así, en vez de cuestionarlo, se limitará a escuchar porque es ciertamente interesante.
-          No te veo sorprendida. – Comenta Richard. - ¿Qué más tengo que hacer para impresionarte?
-          No mucho más, realmente. – Responde Solange con la sonrisa adherida a la cara.
-          Hace unas horas en el Gipsy no sonreías así.
-          Ni tú estabas tan joven. ¿Cuántos años tienes ahora?
-          Diecinueve. Es la primera vez que tengo diecinueve años. ¿Tú los has tenido antes?
Solange arquea una ceja.
-          Sí, claro. Tengo veintiuno ahora. No sé, siempre he vivido mi vida en orden cronológico. Tuve diecinueve hace dos años y no espero volver a tenerlos nunca.
-          Cómo te envidio, Solange. A ti y a todo el mundo que vive así.
Ella devuelve la mirada hacia el ventanal. Los Pirineos se van quedando atrás y pronto aterrizarán en Barcelona donde ella hará escala unas horas para viajar de noche a Francia. Quizá todavía le queden algunos minutos de sueño.
-          Cuéntame esa historia, Richard. – Dice sin mirarle. – Que sea bonita.
-     Para empezar, aclaremos que nunca se me ha dado bien entender el funcionamiento de las cosas... – La voz de Richard suena muy lejana pero se cuela a través de neblinas en el sueño de Solange. Es tan cálida la juventud que sobrevuela las nubes en un día radiante todavía por tejer en el corazón del amanecer, tan cálido el sueño que sigue llamando por una última zambullida antes de encarar la jornada…

Richard Artigas tiene cuarenta y dos años en 1993. Ha ido al estreno de Jurassic Park con su hijo. Apenas lo conoce. El día anterior tenía veintitrés años y estaba en la cárcel de algún país lejano, bastante magullado y sin la menor idea de como había llegado allí. Compartía prisión con hombres asiáticos a los que no entendía una palabra y se pasó el día huyendo de ellos, rezando para que llegase la hora de dormir y fuese un nuevo día. El día anterior a ese era un niño de ocho años que vivía con sus padres cuando todo era normal y feliz y la parcela del mundo no era más grande que su casa. Otro día era un viejo de ochenta y tantos años agonizando en una cama de hospital. Otro día volvía a rondar los veintitrés y no había salido de la cárcel, sólo que ahora los prisioneros sabían donde se escondía. Fue uno de los peores días, pero si algo puede decir es que no tiene tiempo para aburrirse. Ha visto muchas películas de la década de 2010 antes que Jurassic Park, pero esta le ha fascinado más. Quizás por el hecho de estar con su hijo, un adorable rubio de siete años que le profesa un cariño ininteligible, y que el se afana en corresponder. Pero es difícil, porque es la primera vez que lo ha visto. Ni siquiera sabe cuál es su situación, si vive con él, con su esposa si es que tal cosa ha sucedido, nada. Pero no importa, porque el niño se llama Richard como él y parece tener una vida sana, una que transcurre cronológicamente y no en orden aleatorio como si fuese una estúpida lista de reproducción musical en la que tiene que saltar de un día a otro cuando las distancias se miden en años, a veces décadas, y tiene que sujetarse del borde de los días para no caer fuera del tiempo ya que eso se le antoja un peligro más allá de lo que las personas lineales entienden como normal. Eso hoy no importa, porque durante las pocas horas que quedan del día tras salir del cine, estará con lo que más debería querer en el mundo, y exprimirá todos esos minutos para estar con Richard hasta la siguiente vez que coincidan. Y así transcurre la accidentada vida de Richard Artigas, viviendo cada día al límite porque literalmente no sabe dónde y cuándo estará mañana.
            El vuelo de Aer Lingus procedente de Dublín aterriza en el aeropuerto de El Prat sin complicaciones. Son las diez y media de la mañana. El principio del verano en Barcelona es algo maravilloso. Solange abre los ojos y la ciudad contiene el aliento.

            Sería un gasto absurdo de palabras relatar los trámites de aeropuerto y el viaje en taxi – compartido, por supuesto – de Solange y Richard a la estación de Sants, así como las apresuradas idas y venidas a los carteles de horarios de trenes para constatar que tienen todavía algunas horas libres por delante antes de la separación. Solange partirá hacia Rennes en el tren de las 22:00 y Richard, en fin, Richard solo necesita esperar unas horas para viajar. Tras dejar el equipaje en consigna – oh, Richard no tiene equipaje – van caminando hacia la Rambla. La intención de Solange es descansar en la playa de la Barceloneta, que el día lo merece y cualquiera aguanta el bullicio del centro de la ciudad. Se siente forzada a hablar con Richard, no porque no le interese su increíble historia (¿cómo era aquella frase? “Sé que quieres que suene creíble porque necesitas creerme, y sin embargo te gusta más creerme cuando sueno increíble”, más o menos) sino para tener la cabeza distraída y no meterla en embrollos mentales innecesarios.
-          Deberías ver este sitio dentro de unos años. – Comenta Richard cuando se sientan a desayunar en Café Zurich. – Totalmente desierto. Nada. Paf, borrado del mapa.
-          ¿Este sitio? – Responde Solange. - ¿El Zurich?
-          No, no. Toda la plaza Catalunya. Casi todo el centro de Barcelona.
-          ¿Una guerra? Las cosas han estado tensas los últimos años.
-           Uf, si yo te contara… No lo haré, de todas formas. No me gusta arruinar sorpresas.
-          ¿Cuánto tiempo llevas viviendo así?
-          Toda mi vida.
-          ¿Y eso cuánto es?
-          No lo sé. – Sonríe cálidamente, luego cierra los ojos intentando un cálculo
aproximado. Finalmente vuelve a abrirlos. – No lo sé. Me he visto de niño, de joven, de adulto, de anciano y de mucho más anciano, casado y padre sin saber con quién. Sé lo que pasa en el futuro pero no sé lo que está pasando ahora mismo. Es, como mínimo, desquiciante. ¡Fíjate que hasta el otro día no había visto Jurassic Park! – Alza las manos. Ambos ríen.
-          Nací el año que la estrenaron. – Comenta Solange. – Marcó a muchas
generaciones. – Se acuerda inevitablemente de Gonzague. – Un amigo solía decir que era lo mejor de los noventa. No tanto la película en sí, sino…
-          Sino todo lo que significó. – Termina Richard.
-          Sí. Al final acabábamos llamando a todo lo que nos gustaba “lo mejor de los
noventa”. Sale solo.
-          Es una expresión muy bonita, Solange. Y no has visto la última entrega…
-          ¿La última? – Ríe Solange. – ¿Llegaron a hacer otra más?
-          Oh, sí. No sólo eso: fue la última película que se hizo jamás. Bueno, que se hará,
ya sabes…
-          Explícame eso.
-          De camino. – Richard termina el café. – No quiero perderme este día sentado.
Comienzan el descenso de la Rambla bajo un verano interminable.

            En algún determinado momento del futuro, las cosas dejarán de funcionar tal cual. Richard tendrá quince años un día antes de verlo, y estará enamorado o algo parecido, viviendo un día de lo más memorable con una chica de la misma edad que también dice estar enamorada, y quién se lo va a refutar. Es la primera vez que la ve y la primera vez que vive algo similar, y no lo olvidará nunca. Al llegar el momento de la despedida, prometen verse la semana que viene, para ir al cine, o algo. Y al día siguiente Richard tiene ochenta y tres años, está solo y ni siquiera en la misma ciudad. Y por algún motivo que nadie le ha explicado, las cosas se están acabando. Hay muchos rascacielos en ruinas, muchas tiendas cerradas, muy poca gente en las calles. Parece que el germen que hace que el mundo se mueva ha dejado de latir. Vagabundeando como el viejo que ahora es, sin parar de pensar en la chica del día anterior, pasa delante de un cine destartalado pero aun en funcionamiento que exhibe la última película jamás producida: “Jurassic Park: The LAST World”. La película para acabar con todas las películas. No hay ningún trabajador en taquilla, ni espectadores, ni nadie dentro de la sala, pero las imágenes se proyectan como movidas por una extraña fuerza. Quizá el cine se niegue a morir, piensa Richard mientras se sienta apesadumbrado en la butaca. Está completamente solo. Y la película también.
            Quiere pensar que la obra resulta ser el último esfuerzo de todas las grandes productoras de cine que quedan en esos momentos en el mundo, ya que los logotipos de todas ellas aparecen en el inicio. La gran despedida del negocio del cine. Y aun con esta suma de talento y presupuestos, el resultado final es pobre. Apenas hay tres actores en pantalla, un adulto y dos niños que interpretan como pueden a sus hijos. Están perdidos en el parque y la historia sigue sus peripecias a la hora de ocultarse de los dinosaurios, de sobrevivir. La eterna historia que siempre funciona. Pero aquí ni siquiera hay dinosaurios. No vemos ni un solo lagarto terrible en ciento ochenta minutos, probablemente por motivos económicos. Vaya un final para la saga. Pero, sin embargo, los oímos y los sentimos, ya que a falta de presupuesto para efectos especiales –demonios, ni siquiera para marionetas- el apartado de sonido es espectacular reciclando gruñidos, respiraciones pesadas y los tan característicos rugidos, estremecedoras pisadas… Y la música, qué decir de la música, completamente compuesta y ejecutada por un solo pianista que probablemente se hallaba ante el último gran encargo de su carrera. Este es su canto del cisne, el lugar donde ha exprimido todas las notas que le quedaban dentro. La última escena. Los hijos del protagonista se han refugiado en un bunker metálico impenetrable, pero los espectadores saben que hay velocirraptores dentro y el protagonista también acaba de descubrir el agujero en un conducto de ventilación. Sin armas, debe decidirse entre entrar en el bunker a encontrar a los niños –o lo que quede de ellos- o dar media vuelta para tratar de salvar al menos su vida. Primer plano al que en otro tiempo fue una estrella, aunque Richard no ha llegado a coincidir con él. Todos los registros de interpretaciones dramáticas pero silenciosas, desde los tiempos del teatro japonés hasta el cine americano más aséptico pasan por su cara. El sudor, los dientes que rechinan. La mirada que transmite el caos ingobernable de su mente en ese momento. Puede que aun podamos ver alguna garra de raptor. Algún malvado ojo amarillo. Escamas en la oscuridad. El piano expulsa una melancólica pieza interminable digna del más virtuoso, que se extiende por pasajes jamás alcanzados. El actor sigue sumido en su diatriba.

The End.

            Los largos créditos incluyen una disculpa de los creadores por no haber mostrado dinosaurios y una galería de fotos del estudio de producción. Richard sale del cine, caminando a duras penas. Hoy podría ser perfectamente el último día de su vida. Sabe que no, porque ha vivido días de nonagenario agonizando sin poder más que esperar, pero tras lo visto ya no tiene sentido que la humanidad siga ocupando espacio en el mundo.
           
            Los zapatos de Solange están olvidados en la arena, ella baila en el mar. Richard la sigue a poca distancia, tratando de aproximarse. Intenta sacar buenas fotos con el teléfono móvil de la chica, que no se lo pone nada fácil porque no puede quedarse quieta.
-          ¡Sácame así, Richard!- Solange ejecuta una pirueta con las manos apoyadas en la
arena que dura un segundo de perfección. Las gotas de mar vuelan.
-          Lo intento… - Murmura Richard, mientras dispara ráfagas de flashes. No son
necesarios, ya que hace un día estupendo, pero probablemente hace mucho tiempo que tuvo que utilizar un teléfono móvil.
-          ¡Vamos, vamos, no te pares! ¡Sigue mi ritmo!
Solange danza en la playa. Es una bellísima instantánea que inmortalizar, y Richard hace lo que puede. Capturar esas imágenes es una silenciosa ofrenda para la reina del verano. Y al final se cansa, guarda el teléfono y la persigue, levantando el agua, escarbando en la arena, riendo ambos con el viento. Los recuerdos nacidos en ese mar no se secarán nunca.
Descansan tumbados en la orilla con los pies en el agua. Solange comprobará las fotos esta tarde en el tren, y pensará en muchas cosas. Richard cierra los ojos, tratando de absorber los rayos de un sol que quizá no vuelva a conocer como tal.
-          ¿Por qué has volado a Barcelona y no a París? – Se le ocurre de repente. – Te
queda mucho más cerca llegar a Rennes. Bueno, supongo, ¿no? No sé a cuánto está Rennes de París. – Ríe.
-          No es eso… - Responde Solange.
Y súbitamente se hace muy complicado dar una respuesta clara y odia a Richard por haber lanzado la pregunta. Porque, ¿cómo explicar que Barcelona y muy especialmente la playa, y muy especialmente en verano, y en fin, con Gonzague, es algo tan “lo mejor de los noventa” que se derrama y necesita recoger todo lo que pueda para mantenerlo caliente en su invernadero interior?
- … simplemente me gusta pasar por Barcelona cuando tengo la ocasión. – Responde finalmente.
- ¿Quién te espera en Francia?
- Mi familia. Amigos. He estado fuera un tiempo, tengo ganas de estar con ellos.
- Y… ¿nadie más?
Solange sonríe y no responde. Richard se agita levemente; ella adivina lo que va a pasar.
Detiene el pecho de Richard cuando se abalanza educadamente sobre ella, los labios tan cerca que puede percibir la respiración. No necesita abrir los ojos.
-          No, Richard. Lo siento.
-          No te preocupes. – Richard vuelve a la posición inicial. – No era lo que…
-          Claro que lo era.  Y lo entiendo. No pasa nada. En poco tiempo nos despediremos
y yo volveré a mi país y tú seguirás saltando en el tiempo. ¿No?
-          Sí, es eso. Tenía que intentarlo. – Sonríe. – Ya sabes, nunca tengo mucho tiempo
para estar con chicas, así que tengo que apretar el acelerador.
-          ¿Aún buscas a la chica del cine?
-          Siempre. Y a mi hijo, claro. – Estalla en una carcajada. - ¡Es todo tan extraño!
Solange lo mira con cierta melancolía. Todos buscamos a alguien, piensa. Los perdidos
en el espacio y los perdidos en el tiempo, los que viajan por avión y los que saltan entre días y años.
-          ¿Qué pasaría sí… - Comienza a formular una pregunta que no sabe si debería
terminar. - … sí mañana es uno de esos días en los que eres un viejo que se muere en una cama de hospital en un mundo despoblado?
-          Qué será otro de esos días en los que me aferro a la vida con los dientes por
sobrevivir unas horas más hasta despertar en otro tiempo donde todavía tengo alguna oportunidad.
-          Pero llegará el día en que no despiertes, y estadísticamente puede pasar tanto
mañana como dentro de otros ochenta o noventa años.
-          Entonces me iré habiendo intentado vivir el máximo de días posibles.
Pronto habrá un extraño atardecer. Se quedan en silencio contemplando el mar,
sintiendo el sol, pensando acerca de muchas cosas. Finalmente, como un rayo, la risa de Solange destruye la calma y ojalá siempre fuese así.
-          Ay, Richard. – Dice, clavándole el dedo índice en la mejilla. - Vous êtes l’esprit de l’escalier.
-          ¿Qué? ¿Qué quiere decir eso?
-          ¡No te lo digo!
Solange se levanta y corre hacia sus zapatos, divertida como una niña traviesa. Richard intenta incorporarse, pero tiene el cuerpo entumecido y le lleva trabajo. Solange está ya calzándose donde empieza el asfalto, lista para adentrarse en la ciudad.
-          ¡Eres l’esprit de l’escalier! – Le grita desde allí, sin poder parar de reír. - ¡Eres
demasiado lento! ¡Siempre llegas tarde a los sitios!
Unos niños que juegan con pistolas de agua no quitan ojo de la escena. Solange les pide una de ellas mientras Richard se acerca.
-          ¡Lento! ¡Lento! – Grita mientras le dispara agua a la camiseta, a la cara. - ¡Lento!
Richard hace torpes ademanes para esquivar el agua, pero es imposible. Los niños también se animan a mojarlo unos instantes, mientras ríen. Solange estalla en carcajadas, doblándose sobre el estómago, y acaba sentándose. Devuelve la pistola y los niños echan a correr en cuanto Richard alcanza la escena, empapado y no muy contento.
-          ¿Por qué has hecho eso? ¡Qué rara eres!
Solange consigue recomponerse tras unos instantes.
-          Lo siento. – Dice con una sonrisa. – Es que me resulta gracioso.
-          Vaya, gracias.
-          Verás… en francés utilizamos esa expresión para definir esos casos en los que das
con la respuesta adecuada pero ya es muy tarde para decirla.
-          Conozco la sensación, sí. – Richard se quita la camiseta empapada. – Y al que le
pasa eso lo mojáis hasta que se ahoga o lo decapitáis, según tengáis el día. ¿No?
-          Exacto. – Solange se incorpora. – Richard, te dejo aquí. Quiero pasar mis últimas
horas en Barcelona conmigo misma. Es algo personal.
-          Pero yo quería terminar el día contigo. – Responde Richard. – Desde que te vi
anoche en el bar de Dublín, cuando tenía setenta años. Y cuando esta mañana te he visto en el aeropuerto, no me lo podía creer. ¿Cada cuanto crees que tengo esta suerte? Te aseguro que nunca.
-          Eso está genial, Richard. Pero sólo tenemos una vida, alguna más caótica que otras, de acuerdo, pero todos tenemos que vivir la propia.
La hija del verano sonríe a modo de despedida. El chico de la escalera tiene el semblante serio.
-          Sabes… todo el día he tenido la esperanza de que tal vez podrías ser tú.
-          Eso es muy bonito. ¿Sabes? Yo, durante todo el día, he tenido la creencia de que
el señor con tus ojos que vi anoche era tu abuelo, y que toda tu historia es una preciosa mentira orquestada que me ha encantado escuchar.
Richard le sostiene la mirada, desafiante.
-          Eso no es cierto.
-          No tiene importancia. – Solange se despide con un fugaz beso en la mejilla. – Me
han encantado tus mentiras, de todas formas.
El chico acaricia el brazo de Solange mientras ella se da la vuelta. Se gira por última
vez para ver a Richard recortado contra el mar en calma.
-          Yo también busco a alguien. Lo perdí en Dublín, busco su rastro en Barcelona y lo
seguiré buscando mañana cuando llegue a Rennes.
-          Te diré algo si me lo encuentro. – Responde Richard, desdeñoso.
-          Tú podrías encontrarlo, sin duda. Se llama Gonzague. No lo busques a partir de los
últimos cinco o seis días, porque me encantaría creer que sigue por ahí, pero no lo creo. Pero si por casualidad pasas cerca de él hace unos años, dile que no haga tonterías, que se aleje de mí y que no se envenene hasta que el mundo se lo trague. Por favor, no olvides recordarlo.
Solange se diluye en la ciudad del viento. Richard se queda en la playa, varado,
consumiendo las últimas horas de sol para que le duren todo el tiempo que pueda, porque le hacen mucha falta cuando le toca vivir días extraños.

            “No dejes de viajar en tranvías y trenes, y vuélveme a besar como lo hacías, recítame un poema mexicano que envuelva nuestra vida hasta la muerte.”
            Siempre que monta en un tren, Solange no puede evitar evocar a Gonzague tarareando aquella canción de Family. Hoy es uno de esos viajes nocturnos en los que escuchará “El soplo al corazón” hasta desangrarse por los oídos. Como todos. El traqueteo del vagón así lo reclama. Se ve a ella misma cantando el estribillo en el oído de Gonzague y él, que no se sabe ningún poema mexicano, recita aquello de “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, que no es un poema pero sirve porque es mexicano y eso le acerca a la boca de Solange. Y en el recuerdo de aquella unión de labios Solange apoya la dorada cabeza en la ventana tras la cual las luces catalanas se despiden en la noche, siempre al lado del mar. La oscuridad es cálida y amigable, muy diferente de aquella que Gonzague quiso abrazar, y eso le costó la desaparición y quizá algo más. La oscuridad que nace de la tierra y echa raíces en las canciones tristes, en las miradas huidizas de la gente, en las malas palabras que terminan peor. Aquel mal, pensó, germinaba hacía mucho en el corazón de Gonzague, y ella no había podido pararlo y por eso él se fue y ella albergaba pocas esperanzas de luz sobre su paradero. Pero rezaba porque siguiese vivo. Sólo eso. “Komm, süsser Tod”, le había escuchado susurrar una vez, cuando pensaba que ella estaba dormida, y sabía el alemán suficiente para interpretar que era algo malo, demasiado malo para ignorarlo. Pero para entonces la mirada de Gonzague se había ensombrecido y ya no tocaba la guitarra en el sofá de la sala común en Dublín, ni en el Gipsy Rose, ni bailaban en la cama ni en ningún otro sitio. Y todo su imperio se vino abajo como todos los demás.
            Piensa en Richard, en su extraño modo de vida. Pero, ¿acaso no son todos supervivientes? Qué importa el cómo, si con eso se consigue un día más. Se lo dijo muchas veces a Gonzague, y él lo sabía. No es tarde para perder la esperanza. Al fin y al cabo han sido dublineses por un leve período de tiempo, y eso concede algo de suerte. Leves períodos de tiempo es todo lo que necesita para mantener la esperanza intacta, la esperanza de que la guitarra de Gonzague vuelva a sonar de nuevo y la oscuridad se haya disipado de los ojos de todos los que se acogen a su manto. Esperanza en que el futuro despoblado y el fin del cine y el resto de cosas que valen la pena tarde lo más posible en llegar.
           

LO MEJOR DE LOS NOVENTA
(L’ESPRIT DE L’ESCALIER)
FIN


A Eric Rohmer por retratar tan bien el verano y la juventud en el cine
Al grupo Family por hacerlo todo en un solo disco de música
Y a toda la gente que ha compartido su tiempo conmigo
Especialmente a K.
Como siempre.

Traveller C



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