lunes, 18 de enero de 2016

Estoy aquí

Hace nueve años que conozco a Maitane y suena jazz en la cocina porque ayuda a mi compañero de piso a relajarse mientras estudia una a una cada oferta de trabajo y me recuerda que yo debería estar haciendo lo mismo, pero en vez de eso me centro en escuchar la música y pensar en que hace nueve años que conozco a Maitane y ocho que debería dejar de haberla conocido, por mucho que la gran parte del universo que conozco se haya empeñado en demostrarme que así no se hacen las cosas y que tampoco es bueno hacer frases tan largas que hagan desfallecer al lector, y como se puede ver, me importan bastante poco ambos consejos. Hace ocho años que debería haber dejado de conocer a Maitane, o diez, ya no sé, porque el mundo es un lugar demasiado duro y su cama demasiado blanda y me niego a tener que conformarme con dormir en el primer lugar y no pasar ni una vez por el segundo cuando han sido demasiados los gilipollas que lo han hecho, y a gilipollas les gano a todos esos pero a todo lo demás seguro que también, así que me tomé una excedencia de ella y antes de cumplirse los diez años volví para renovar el contrato y ver si todo seguía igual que cuando me fui. 

Nos vimos el otro día en un café donde no sonaba jazz y volví a hacerle el favor de salir a la terraza aunque hiciera frío y hundir el dedo en sus mejillas aunque no estuviesen tan pobladas como antes, símbolo sin duda de una cruenta madurez que la está consumiendo, y envidio a esa madurez por comérsela y quizá a uno o dos también, pero no les conozco y espero que siga siendo así. Sigue teniendo el mejor pelo raro de la historia y creo que no querré conocerla cuando no lo tenga, o peor, cuando tenga un pelo normal. Le confesé que escribí sobre ella y lo hice público (ver Ven aquí), así como había escrito sobre todas las sucesivas Maitanes que vinieron después y siguen viniendo, cada vez más espaciadamente, cada vez con la lección más aprendida (ellas), cada vez más torpemente que la anterior (yo), deseoso de cometer los mismos errores y algunos nuevos. Quiero que se lea en mi pluma tanto como quiero meter las manos en jalapeños en rodajas y metérselas debajo de la sudadera, meterle el dedo en la boca, chuparle el ojo, masturbarla en la plaza, hablar con ella a la luz de una vela en un cuadro, inmóviles y castos como aquellas tardes hace un millón de años en Urgull que se quedaron en nada pero se dispararon en mi imaginación y ganaron seis veces el gran circuito de lo que sea, no me gustan los deportes de competición. 

Bueno, ella se lee y se ríe, porque no es demasiado terrible después de todo, quizá un poco alterado, un poco de ficción, un poco de realidad, es todo por seguir en el alambre, ya sabes, y tengo delante una taza de chocolate tan espeso que quiero tirarle por encima para luego, en fin, ya sabes, y tengo la irremediable sensación, como tuve entonces cuando estábamos en el puerto abrazados y una serpiente tatuada en su omóplato que le serpenteaba hasta las tetas, pálidas, grandes, perfectas, y desde que los signos zodiacales cambiaron dejé de ser sagitario para ser Ofiuco y debí cazar esa cobra pero no fui lo bastante listo o rápido o perverso y sólo dos semanas después eso se volvió en mi contra como ya he explicado en otro sitio. Y todas estas veces que hemos estado frente a frente, de la primera a la última en estos nueve años, he sentido que tenía que pasar algo porque si no toda la gente de la calle se iba a convertir en lagartos y se iban a matar unos a otros, iban a romper escaparates y robar coches y quemar bares e iba a ser siempre de noche y no quería vivir en un mundo así, quería acostarme con ella porque era la única cosa que tenía sentido en mi cabeza. Quería acostarme con ella porque una vez me hizo creer que bueno, que tal vez, y llevo muy mal el rencor. Muy mal.

En realidad, siempre ha sido así. Es todo una cuestión de orgullo, con las Maitanes antes que ella y con las de después, incluso con las de ahora. Nunca he querido ser uno de sus Charlies porque en mi cabeza son todos gilipollas y no me interesa saber más, no sé si soy mejor que ellos pero al menos tengo buen gusto, joder, aunque no vaya más que a conciertos de grupos tributo a grupos muertos con peluca que no se saben las canciones en tugurios a los que sólo van parejas pasadas de moda y a nadie le importa demasiado la música pero algo hay que hacer. Quería acostarme con ella para recordar que sigo vivo y respirando, y que no se me olvidan las cosas fácilmente. No hay nada que me guste demasiado que no me sepa de memoria y ya no me gusta casi nada. Todo lo que me gusta lo tengo quemado, vale tanto para el recuerdo de cuando nos besamos como para el Tokyo de Guns N' Roses y la conexión entre ambas cosas reza en el último tramo de Rocket Queen y es más de lo que voy a decir aquí. 

Supongo que lo único que realmente me llena es ese momento perdido en el tiempo en el que todas las Maitanes dijeron "vale, venga, tú a mí también, la próxima vez" y no hubo próxima vez. El peor castigo que un Creador puede concederle a un Hombre es la capacidad de acordarse de todo. Me acuerdo de todo. Reniego de todo. Supongo que esta es la explicación a todas las preguntas que han existido alguna vez. El otro castigo es tener demasiado tiempo para darle vueltas a las mismas respuestas. Me fui a Copenhague a bailar african jazz hasta la madrugada y nada cambió. Me fui a Estocolmo a morirme de frío en las tabernas de lo viejo y todo siguió igual. Escalé, tras la nevada, la montaña más alta de Edimburgo y miré a mi alrededor y vi la ciudad y supe que todo iba a seguir siendo como era hasta el último día en el que respire y lo que respire me seguirá oliendo al tabaco de Maitane que había llegado más lejos que yo.