sábado, 31 de enero de 2015

Los elegidos (II)



Artículo nº3, “Veintiocho caracteres se nos quedan cortos”, publicado el 21/3/2010

“La casa se había convertido en un caos. Tres siempre es multitud. Y no hablo de que viviésemos los tres juntos, ¿eh? Para nada. Pero esas cosas se notan. Cuando hay una presencia de más, todas las casas están encantadas. Y no para bien.”
Antonio León Valera desgrana vagamente sus pensamientos apoyado en la pared, mientras los fotógrafos adecentan su sala de estar para la sesión. La pareja de moda se ha mudado al piso de ella, en un céntrico barrio de Madrid, porque según Antonio “ir y volver de Gijón cada semana era un coñazo. Además, Gloria es más conocida y tiene más dinero, así que su piso es mucho mejor. Básicamente es eso.
Gloria y Antonio se adecentan para posar. Nada de ropajes ostentosos, nuestra intención es cazarlos tal y como se pasean por casa mientras componen su sustento en forma de canciones, discuten la cena o procrastinan un domingo. Las guitarras españolas, eso sí, son obligatorias. Uno de los iluminadores sugiere, medio en broma, que posen desnudos con las guitarras delante. Antonio se ríe, se lo piensa, mira a Gloria. La deidad escandinava menea su rubia melena en un gesto perfecto. No. La negación trae un viento helado directamente desde Noruega que abate los ánimos de todos los trabajadores aquí presentes. Los corazones se congelan. Antonio se cruza de piernas para disimular una desafiante erección. Dándome cuenta, distraigo a los fotógrafos con cualquier tontería para darle al cantante un minuto para recomponerse. Con todo en su sitio, la sesión transcurre sin grandes incidentes.
Antonio, paradigma del espíritu roto y cansado, desborda felicidad. Salta sobre el sofá con la camisa abierta empuñando la guitarra como todo un guitar hero (nota del traductor: héroe de guitarra). Gloria no se desata. Mantiene su calculada frialdad  y nunca pierde su enigmática mirada. La sonrisa es tenue, pero ahí está. Los corazones vuelven a bombear sangre. Finalizado el trámite, la extraña pareja se sienta para la entrevista. En la humilde opinión de este que escribe, cualquier foto que se les haga se valorará en base a como luzcan la melena rubia y los labios rojos de Sommersen. Incluso aunque no mire a cámara. Poco importan los esfuerzos de Valera por intentar mostrarse atractivo y vivaz ante la cámara, cosa que, seguro, pocas veces ha tenido oportunidad de hacer. Juzguen los lectores las fotos que acompañarán este reportaje.

¿Qué tal os trata Madrid?

(ANTONIO): Bueno, se puede decir que bien. Yo todavía tengo que acostumbrarme a vivir aquí, con tanta gente, tráfico y eso. Como te dije antes, lo mejor por ahora es no tener que coger el coche o el tren cada tres días. Esto lo digo ahora, cuando toque entrar al estudio ya veremos.
(GLORIA): Yo llegué aquí con diez años de Dinamarca, así que te puedes imaginar. Eso sí, nunca llegas a acostumbrarte. Aunque ahora es distinto.
(ANTONIO): Hombre, yo ya tenía mi piso por aquí, ¿eh? Mucho menos céntrico y acomodado, pero lo tenía. Nada comparable a esto, desde luego. Aquí sales a la calle y entras a cualquier bar, y con una cerveza te plantan delante unas tapas que puedes darte por cenado dos veces. ¿Cómo voy a decir que Madrid me trata mal? También es que el momento no puede ser mejor.

Se os ve muy compenetrados, musical y personalmente.

(ANTONIO): Totalmente. Se trata de un momento dulce y hay que aprovecharlo.
(GLORIA): Cuando dos personas que se dedican a la música encajan, lo demás viene rodado. Es muy fácil componer juntos. Me gustaría pensar que la mayoría de gente que consume nuestras canciones lo hace porque le gustan de verdad y no sugestionado por el morbo que intenta vender la prensa sobre nosotros, pero en fin. Nos sale de forma natural, así que lo grabamos y editamos. Y cuando tengamos cincuenta años, a reeditarlo. (Ríen).

Me intriga saber cómo os conocisteis. Gloria, tú eres conocida en España desde finales de los ochenta, pero Antonio sólo lleva unos pocos años en el candelero.

(ANTONIO): ¿Tantos ya? Joder, tengo que hacer algo con mi vida (Risas.)
(GLORIA): Teníamos un amigo común, un músico de sesión que nos puso en contacto. Antonio me mandó un email hace ocho o nueve años, yo estaba entonces grabando en Estados Unidos, y hablamos de música. No fue una relación constante. Meses después de volver a Madrid, tocábamos en el mismo sitio. Nos encontramos por casualidad. Retomamos el contacto y surgió la oportunidad de colaborar en una canción. Era muy fácil, porque nos gusta casi lo mismo y tenemos las mismas influencias. Hemos sido buenos amigos desde hace mucho, sí.
(ANTONIO): La primera vez que la vi tenía yo catorce años, en su primera actuación en televisión. Ella ya tenía veinte, y pensé: “woah…”. Seguí toda su carrera, claro. Yo todavía estaba aprendiendo a tocar. Llegar a conocerla y tocar juntos fue cómo “Ya está, ya he hecho lo que he venido a hacer en esta vida.”

Sin embargo, ahora sois mucho más que amigos.

(GLORIA): Las cosas pasan.
(ANTONIO): Es así. Hemos finalizado otras relaciones para empezar esta. Creemos que es algo que vale la pena, algo por lo que apostar. Para bien o para mal, Gloria lleva conmigo mucho tiempo y es algo que me gusta y quiero que dure.

Sé que no os gusta hablar de ello, pero sois una pareja famosa por muchos motivos aparte de la música. ¿Cómo encajan vuestras ex parejas esta popularidad?

(ANTONIO): Depende de lo que consideremos ex – parejas. En cualquier caso, por definición, poco importa lo que puedan pensar. Es decir, ellas también tienen sus parejas actuales y a mí no me ha preguntado nadie qué me parece. Que es lo normal, claro.
(GLORIA): Todos tenemos relaciones, más cortas o más largas. Que nosotros ahora seamos más conocidos no debe afectar. Y antes de que lo preguntes, que os encanta preguntar… Con Isaías está todo bien. No hace falta aclarar más, porque entraríamos en asuntos privados.
(ANTONIO): Eso es.

No son pocos los seguidores vuestros que se dedican a buscar mensajes ocultos en vuestras canciones, o en los últimos libros que ha publicado Isaías. ¿Qué pensáis de esto? ¿Lo alimentáis, aunque sea inconscientemente?

(GLORIA): No, no queriendo, al menos. Lo que pasa es que nuestro trabajo es grabar canciones, y para escribir letras necesitas inspirarte. Es más fácil hablar sobre tus pensamientos y las cosas que te andan por la cabeza. Nada más.
(ANTONIO): Todos los autores hablan sobre sí mismos, tenemos este jodido universo propio y no lo haríamos de otra manera porque no sería honesto. Ahora, las pajas mentales que se monte cada uno son exclusivamente asunto suyo. Yo escucho a Nick Cave y pienso “Joder, este tío, cuanta tralla lleva en la cabeza”, pero si un día le tengo delante lo último por lo que le voy a preguntar es por lo que quiso decir en tal o cual canción de la que igual ni se acuerda. Y esto se puede hacer con casi cualquier autor.

Así que nunca habéis modificado ninguna canción por ser demasiado explícita.

(ANTONIO): Bueno, tampoco es eso. Si que hay veces que escribes algo con toda la emoción, del tirón, y cuando la analizas en frío dices “Hostia, aquí me estoy pasando tres pueblos”. Entonces sí, a veces cambias algo para no hacer daño a nadie.
(GLORIA): Cuando pasas épocas de cambios sentimentales tan drásticos te apetece desahogarte, y la inspiración sale en un 90% de ahí. No voy a cantar sobre qué bonito es el amanecer y punto, lo que me sale es hablar de lo que siento viendo ese amanecer. O lo que sea, me da igual. Los cantautores por lo general hacemos canciones tristes y coñazo, no vamos a cambiar ahora.
(Ambos ríen).
(ANTONIO): A mí me encanta ser un cantautor coñazo. Que me paguen por llorar mis penas es algo que ni soñaba cuando estaba aprendiendo a tocar la guitarra.

Bueno, antes de cambiar de tema, quisiera preguntaros si habéis leído la última novela de Isaías; “Los ojos de la Gorgona”. Trata de un cuarentón afrontando el final de una larga relación sentimental.

(ANTONIO): Yo no la he leído, lo siento. (Pausa). He leído otras suyas, porque me gustan. Ahora se me hace un poco difícil y tal, pero ya la leeré. Seguro que está bien.
(GLORIA): Es buena, es muy buena. Como siempre. Si me vas a preguntar si me veo reflejada o lo que sea, te diré que no. Obviamente algo pintaré, no vamos a engañar a nadie a estas alturas cuando la situación es pública, pero los detalles personales ya los comenté con él y está bien así. No hay ningún ánimo de lanzarnos pullas, ni yo en mis canciones ni él en sus libros. El desahogo es algo necesario, como ya he dicho. Y esto es todo lo que voy a decir del tema, si quieres saber algo más se lo preguntas a Isaías.

Hay mucha carga sexual en vuestros discos. No de forma explícita, pero se percibe. Supongo que es deliberado.

(ANTONIO): Sí, supongo que sí. Nosotros siempre estamos enamorados. Los cantantes, escritores y autores en general. Es imposible que el sexo y el romance no estén presentes en lo que hacemos. Y tenemos la libertad para decir lo que queramos. Si yo quiero escribir una canción sobre una chica que me gusta mucho, lo normal es que acabe excitado. Pues eso se nota en la letra, en la forma de cantar, e intento que también en la música. Sólo me falta tocar mejor, o fichar a alguien que sepa. (Risas).
(GLORIA): Durante mucho tiempo las mujeres artistas no podían expresarse con total libertad, especialmente sobre sexo. Yo tengo la suerte de poder hacerlo y que me resbalen las críticas. Lo hago porque me gusta, porque nadie me lo impide y porque si así puedo tocar un poco las narices de la gente a la que le moleste eso, mayor premio no me puedo llevar.
(ANTONIO): Y de paso les rindes homenaje a las que no pudieron hacerlo antes.
(GLORIA): Exactamente. Sigue habiendo muchos conservadores en este país, y otras cosas que me voy a callar. Mira, aquí va una idea para el próximo disco. (Risas).

La proporción de mujeres cantantes respecto a hombres en España sigue siendo muy pequeña, al menos en los sectores del rock y del indie. ¿A qué creéis que se debe eso?

(ANTONIO): A que los aficionados al rock son unos momias anclados en el pasado.
(GLORIA): … y, siguiendo el razonamiento de Antonio, los seguidores del indie son un sector muy ecléctico, muy cambiante. No somos tan pocas chicas, lo que pasa es que estamos más escondidas. Lo que pasa es que si haces caso a la televisión, casi todas las mujeres que cantan se mueven en circuitos puramente pop, del rollo comercial, de discográfica. Pero por suerte hay vida más allá.
(ANTONIO): El país aun sale del atraso cultural que hubo décadas atrás, y eso se refleja en cosas como esta. Pero sí, en general las chicas siempre han tenido menos afición por estas cosas. Me he chupado miles de conciertos de rock y otras cosas y el público que va es mayoritariamente masculino, aun hoy en día. Pero bueno, es así y punto, de eso no hay que extraer ninguna conclusión para meterse con los chicos ni con las chicas. Si se sigue por ese camino, se acaba llegando a decir alguna tontería muy gorda.
(GLORIA): Es que yo no creo que se deba seguir haciendo distinciones entre hombres y mujeres. Hay músicos y autores más interesantes que otros, y tipos de público diferentes. ¿Qué nunca verás una cuadrilla de chicas en un concierto de Iron Maiden? Pues a lo mejor no en los ochenta, pero ahora es más probable. Lo que pasa es que hay mucho menosprecio y mucho prejuicio por parte del público. Si una chica guapa sale a cantar canciones con una guitarra, antes de que empiece ya se oyen murmullos. Que si está buena, que si está ahí por chupársela a alguien, que si va a ser un coñazo. ¡Callad ya, idiotas! Si ni siquiera le habéis dado una oportunidad. Y lo peor es que estos comentarios vienen tanto de hombres como de mujeres. Así no vamos a ningún sitio. En ese sentido me quedo con Patti Smith y sus dos ovarios bien puestos. Ella es mi máxima influencia y la artista musical a la que más admiro.
(ANTONIO): Yo abogo por ir eliminando paulatinamente la separación entre sexos a la hora de dar una noticia o hablar del trabajo de un artista. El mundo no se divide entre hombres y mujeres, sino entre personas listas y personas tontas. Guapos y feos, buenos y gilipollas. Afortunados y desafortunados. Y a tomar por culo las pollas y los coños.
(GLORIA): Ahí te has venido arriba. (Risas).

Debo preguntar, ¿quién cocina en casa?

(ANTONIO): La cocinera del Blanca Paloma. (Risas).Es un bar alucinante cerca de Argüelles. Las raciones que dan allí son descomunales, con dos cervezas te das por comido y lo que haga falta. Un saludo a los del bar, y espero hacerles publicidad con esto porque la verdad es que están salvando nuestras vidas. (Risas). Normalmente cocina Gloria.
(GLORIA): Sí, siempre me ha gustado cocinar, aunque Antonio prefiera el Blanca Paloma. (Risas). No sé, es como si no tuviera que cocinar por ser feminista o algo. Que no sé si lo soy, da igual. Las etiquetas y generalizaciones no sirven para nada.
(ANTONIO): Gloria puede enorgullecerse de saber cocinar porque lo hace muy bien, esa es la verdad. Lo que pasa es que estamos mucho tiempo fuera de casa y nos toca comer por ahí. Menos mal que Madrid es Madrid y es como es. Ah, quisiera mandar también un saludo a la cocina del bar El tigre porque hacen una contribución incalculable a nuestra felicidad. (Risas).

Antonio, gran parte de tu discografía tiene ese aire inconfundible a cantautor atormentado. ¿Temes convertirte en algo nuevo, ahora que eres feliz?

(ANTONIO): (Medita largamente la respuesta) Pero es que eso va implícito en mi personalidad. Cuando estoy en un buen momento es natural que me salgan canciones más alegres o enérgicas, pero yo sigo siendo yo y me sigo deprimiendo diez veces al día. Esa amargura siempre estará ahí, y es lo que se refleja en mi música. No me veo componiendo discos enteros llenos de letras felices, ni falta que hace.
(GLORIA): Además la felicidad es variable incluso aunque tengas una vida estable. Las relaciones están llenas de infiernos y a veces pueden ser peores que la soledad. Eso tiene un punto bueno, y es ser una mina inagotable de inspiración. Como ya he dicho antes, es nuestro trabajo.
(ANTONIO): Todos los imperios terminan cayendo. Y no quiero decir nada con esto. Si se va Gloria yo me muero, tal cual. Es como lo siento ahora mismo. La relación es una lucha constante por ser mejor que la rutina y mantener vivo el fuego, por muy rancio que suene. Yo puedo escribir canciones, pero no ser mejor que otros. Mi tiempo a su lado durará hasta que llegue alguien mejor, porque al fin y al cabo son ellas las que eligen.
(GLORIA): Bueno, bueno. (Ríe). Tampoco te pongas tan dramático.
(ANTONIO): No, Gloria, es tal cual lo siento. Lo que quiero decir es que las canciones te salen de una forma u de otra depende tu estado de ánimo, y desde hace un tiempo sólo me sale escribir sobre Gloria. Y perdona, que he hablado demasiado. No hace falta que publiquéis todo esto en la entrevista, chicos. (Risas)

Descuida. ¿Quién escribe las canciones de amor que más os gustan?

(ANTONIO): Para no estar soltando nombres hasta mañana, hoy te diré que Magnetic Fields. Ahí tienes su disco 69 Love Songs que es exactamente eso, 69 canciones de amor todas diferentes y buenísimas. Algún día me pondré a hacer un proyecto como ese.
(GLORIA): Hoy, ayer y siempre, Javier Aramburu e Iñaki Gametxogoikoetxea, o lo que es lo mismo, Family. Grabaron los cuarenta minutos más delicados y misteriosos del pop en castellano. Yo ya tenía 25 años cuando salió “Un soplo en el corazón”, y ya había grabado discos. Pero ese disco me tocó directamente al corazón, valga la redundancia, y me hizo replantearme muchas cosas sobre la música y la capacidad de transmitir sentimientos con ella.
(ANTONIO): Yo tenía 19 y aun no había grabado nada. Pero si lo hubiera hecho, tras escuchar ese disco hubiera corrido a destrozar las cintas. Me hubiera dado vergüenza tan solo intentar cohabitar en el mismo universo que tales autores. Es que joder, hay versos que son para dedicarles una plaza en cada ciudad de España. Por ejemplo, el que abre el disco: “Miramos aburridos por el ventanal/para inventar otra vida en la misma ciudad”. Eso lo tarareaba yo cada vez que viajaba de Gijón a Madrid, y ya hace unos cuantos años. Es acojonante, pasa el tiempo y esas canciones siguen dentro de ti. Son los mejores.
(GLORIA): Creo que esa melancolía y tanto gusto por la playa y el mar difícilmente pudiera haber surgido en otro sitio que no fuese San Sebastián. Tal y como veo yo a Family, es como si hubiesen naufragado en una pequeña isla en el océano y allí se hubieran aislado de todo el mal y oscuridad del mundo para crear una música llena de bondad y pensamientos agradables. Como mensaje al ser humano. Totalmente atemporal, como el amor verdadero. Creo que la concepción que ellos tenían era la correcta.

Nos habéis contado cosas muy interesantes. Para finalizar la entrevista, me gustaría saber vuestros planes para el futuro.

(ANTONIO): Hijos. Muchos hijos. Toneladas de hijos. Y pegar un pelotazo urbanístico para ser millonarios de una santa vez, que de la música sólo se vive si tocas en los Rolling Stones o algo, joder ya. (Risas).
(GLORIA): No, por Dios, no. (Más risas).
(ANTONIO): Aparte de eso pretendemos seguir teniendo la misma figura y pintas, que la edad ya va pasando aunque no nos demos cuenta, y la dolce vita que nos estamos pegando aquí en Madrid nos va a pasar factura. Y luego el público no nos quiere. Bueno, a Gloria sí, que ya tiene cuarenta y sigue estando perfecta.
(GLORIA): No es para tanto, no es para tanto. Volviendo a la pregunta, estamos a medias en el proceso de atar una gira por teatros, que nos apetece mucho, y también anda por ahí la posibilidad de tocar en Sudamérica unas cuantas fechas. Esto es el sueño de toda una vida, tenemos muchas ganas de conocer todo aquello.

Eso sí que es una exclusiva.

(ANTONIO): Ya te digo. El sueño de mi vida es conocer Perú, por culpa de Tintín y “El templo del sol”. (Risas). En serio, es el mejor álbum de todos y quiero grabar un disco en directo allí y titularlo igual. (Risas). Y por lo demás, seguir componiendo canciones que expresen lo que somos mientras sigamos siendo alguien. Seguir explorando las posibilidades de la lírica y todo eso, ya sabes. A nosotros veintiocho caracteres se nos quedan cortos.


martes, 27 de enero de 2015

Birdman o La infravalorada capacidad de aplaudir con la polla


  S I N O T E H A G U S T A D O B I R D M A N
N O T E V A A G U S T A R E S T A C R I T I C A
  D E J A D E L E E R A Q U I P O R F A V O R

De hecho, si algo bueno lleva es la posibilidad de cerrar la pestaña y saltar a cualquier otra crítica que se amolde a lo que quieres leer, que no te vaya a incomodar en el asiento. Jamás querría tal cosa, créeme. Hecha la advertencia, doy por eliminado un alto porcentaje de potenciales lectores. Sigamos. Otro alto porcentaje estará molesto con el gratuito lenguaje soez del título que no deja de ser un aun más soez juego de palabras con "Birdman o La inesperada virtud de la ignorancia". Lo es. Quisiera decir algo más al respecto.

(Dirigiéndose al público).

Ahèm.


POLLA POLLA POLLA 
COÑO COÑO COÑO

Ahora podemos seguir los pocos que quedamos. De verdad, si os incomodan las referencias gratuitas a los órganos sexuales, aun estáis a tiempo de salir de aquí, porque es posible que haya más. 




La razón es que Birdman es una película de concepción y arquitectura fálica por muchos motivos: es una maravillosa oda al narcisismo, al afán de realización personal y a la necesidad que tiene uno mismo de ser aceptado, admirado y amado por los demás. De lo que extraemos qué:


Uno mismo = Polla
Los demás = Coño

Aquí, Uno Mismo hace referencia a Riggan Thompson, que así se llama el personaje que interpreta Michael Keaton. Es también la prolongación en pantalla del director, Alejandro González Iñárritu. Riggan es La Polla. Bien, todos sabemos el ejercicio de metacine realizado al darle el papel a Keaton. Él fue el Batman de las dos películas de Burton en 1989 y 1992, rol en el que gozó de gran popularidad pero tras el cual su carrera cayó en el olvido. Es la misma situación en la que se halla su alter ego Riggan, que fue Birdman por tres películas en los años 90. Veinte años después, con el cine de superhéroes en su cumbre de éxito comercial, se desvive por sacar adelante una obra de teatro profunda sobre el significado del amor. De esta forma, Los demás, el gran público que le dio la espalda tras encumbrar a Birdman es El Coño, el objetivo al que agradar, en el que buscar esa comprensión y afecto deseados. El esfuerzo de Riggan es encomiable, pero no basta. Nunca basta. El metaejercicio es brillante aquí: el público que va a ver su obra encuentra su extensión en el mundo real, siendo nosotros partícipes de (queremos pensar) los denuedos de Keaton por darnos fuerte en la cabeza para que percibamos su existencia y los de Iñarritu para que apreciemos la (notable) calidad de su película y, por ende, de su valía como creador. Esto es muy fácil de hacer y lo vamos a ver a continuación:

En un mundo razonable, Birdman sería la película candidata al Oscar principal durante diez ediciones consecutivas y Michael Keaton sería mundialmente famoso por ser la imagen de una nueva franquicia que llena Nueva York de rascacielos con la forma de su falo. 

Es sencillo. Es, efectivamente, una muy buena película por los apartados a destacar:


  • Dirección y puesta en escena: Maravillosa, a base de falsos planos secuencia por los entresijos del mundo de teatro, saltando a donde está la acción y gracias a los que vemos escenas de una técnica brillante.
  • Interpretaciones: De nuevo un 10 en este apartado. No sólo Keaton hace el papel de su carrera (Christian Bale quizá sea mejor Batman, pero la interpretación de Michael aquí no la huele Bale en mil años), también Edward Norton, Naomi Watts, Emma Stone y Zack Galifianakis lo bordan. Y esto es posible gracias a...
  • Guión: Muy en la línea de diabluras autorreferenciales y "cine sobre cine" como El juego de Hollywood o Adaptation (El ladrón de orquídeas), el libreto es sólido y lleno de diálogos y momentos originales y memorables.
  • Sentido, mensaje: Implícito a lo largo del artículo.

Existe un pequeño problema: Es una película. Sólo una película. Y se acaba (incluso con demasiado metraje hacia la parte final) y tú sales del cine extasiado, o contento, o aburrido, o enfadado, y te irás a casa, la recomendarás para bien o para mal, y te irás olvidando de ella y de su megalómana profundidad, de su fálica intención de penetrar tu mente y sembrar una peligrosa idea. O muchas. Y entonces Birdman será un absoluto fracaso. Y para impedir esto, hay que hacer que sea mucho más que una película. Hay que meterse dentro. Hay que ser Riggan. Hay que ser Birdman.




*redoble*

Empiezas. Hay una escena de un meteorito surcando amenazante la atmósfera, peligrosamente cerca del planeta. La humanidad está en peligro, pero no pasa nada porque tú eres Birdman, el mejor superhéroe de la historia, y todos están a salvo contigo. Hasta que cuelgas la capucha porque te has cansado de serlo, y todos te dan la espalda. Ya no te quieren. ¿O acaso lo hacían antes, Riggan? ¿Estás seguro? Ese disfraz de hombre-pájaro te hacía realmente atractivo. Pero no te preocupes, aun te queda mucho dentro. Cuidado, eso sí, con tus nuevos enemigos: el ostracismo, la vuelta a la realidad, la soledad, la familia y, sobre todo, esa incómoda voz que has empezado a escuchar en tu cabeza.

Pasan veinte años. Rondas los sesenta, Riggan. ¡Sesenta! Y sigues vivo, pero de aquella manera. ¿No me hiciste caso, tío? Te has separado de tu mujer por hacer el gilipollas y tú hija es una (bella) ex-drogadicta a la que has dado un trabajo en la producción de tu obra de teatro. Estás adaptando a Carver. De qué hablamos realmente cuando hablamos de amor. Vaya. Qué pretencioso. La humanidad pierde el culo por la última entrega del superhéroe de turno (hay una cada mes) y tú haces ¡Teatro! Eres único. Y todos tus colegas de Hollywood, esos actores con los que te codeabas, andan calzándose mallas y saltando por los tejados. Reventando taquillas y cobrando millonadas. Y tú vienes a diseccionarnos el amor. Buena suerte.

Riggan, recuerda esa frase que tienes en el espejo de tu camerino, por favor. "Una cosa es una cosa, y no lo que digan de esa cosa." Tú no eres una cosa, tú eres Birdman. Nadie lo sabe, pero nunca has dejado de serlo. Mueves cosas con las manos. Puedes volar. La música suena y se detiene a tu voluntad. Podrías desintegrar ese meteorito de un pollazo, porque tu polla es tan grande que no cabe en el teatro que has alquilado para diseñar una producción que te va a costar la casa de la playa que iba a heredar tu hija. Pero te empeñas en vivir una vida gris, camuflado entre estos mediocres seres humanos que van a ver tu obra en traje y corbata como si fuesen alguien. ¿Por qué sigues buscando su aprobación como un vulgar Prometeo a pesar del dolor que esto te causa? Dale la vuelta. Tú debes ser el águila que se coma las entrañas de Prometeo. Eres Birdman. Cómetelos vivos.




Empieza por tu amigo actor al que has dado un papel tan importante, ese pringado de El club de la lucha. ¿Edward Norton? No es más que la enésima representación de los malnacidos cabrones hijos de puta que estudiaban el día antes y sacaban un diez, los caras bonitas que se llevaban a las chicas de calle con su carisma. Y tú le das una escena en la que se tira a tu mujer (en la ficción) y no contento con ello le permites mostrar su mastodóntica polla empalmada al público. No tiene ni la mitad de tu talento y se lleva el doble de atención de la crítica. Y de tu hija, por cierto. Emma Stone. Bonita chica. ¿Sabías que en la vida real sale con otro pringado que viste mallas? Y no uno cualquiera, sino el último Spiderman. A ese le das una paliza con la polla atada a la espalda. No fuiste un buen padre, asúmelo. Nunca estabas allí porque eras Birdman. Ten los huevos de estar aquí y ahora, cabronazo. 

Vas tan sobrado que te permites muchos lujos. Homenajeas a Mulholland Drive dándole una escena lésbica a Naomi Watts. Enseñas una pistola en el primer acto para que esperemos que se dispare en el tercero. Finísimas críticas a las películas de superhéroes, cine para empalmados, tomad polla. En época de grandes compositores de música sinfónica, tu película se basa en agotadores ritmos de batería (excepto cuando se trata de mostrarte volando, ahí pones música clásica. Eres tan listo). Y la última sacada de polla es tan magnífica que no quiero desvelarla: sucede justo antes del final. Hay que tener narices para mostrar eso, y tú las tienes. Todo elogio es poco. La producción es un éxito y tu polla, fuera de toda escala, se eleva imparable en las alturas, lista para encontrarse con el meteorito y salvarnos a todos. Que suene Free Bird, alguien tiene que pinchar el solo de Free Bird, por Dios,  y vuelas, vuelas como nadie ha volado nunca. Vamos, Birdman.




Pero quizá no lo merezcamos. Ya es casi la hora de dormir. Tú público ya ha cenado viendo las noticias y está hablando con sus seres queridos. Tu representación va perdiendo fuelle y mañana no será más que un recuerdo. Estoy de acuerdo en que debería enseñarse en las escuelas una asignatura de Análisis y apreciación de la profundidad en el arte. Y que tuviese una repercusión REAL, y cuando digo REAL quiero decir TANGIBLE, como educación y como sistema de valores. Donde las inquietudes fuesen estudiadas para poder satisfacerlas tanto como las necesidades y los artistas fuesen valorados por lo que son y dan al mundo a partes iguales. Pero ni un superhéroe como Birdman puede cambiar el mundo desde su inicio.

Así que nos vas a sacrificar. Ya has tenido suficiente de seres humanos, de eso que llaman amor. No lo entiendes, no lo tienes, no sabes lo que es. Si no pueden comprenderte, no pueden quererte. Me parece muy bien, sabes que te apoyaré siempre. No vas a detener el meteorito, todos moriremos y tu polla, que ya se puede contemplar desde el más remoto rincón del universo, será lo único que quede en pie. Espero, de verdad, que aprenda a aplaudir. Ya puedes masturbarte bien, que es lo único que te queda ahora. Porque te has olvidado de eso, de eso que afirma sentir un gilipollas que tiene de fondo de móvil a otra gilipollas que tiene a su vez de fondo en su móvil a otro gilipollas que viste mallas y se tira en la vida real a tu hija en la película. Te juro que me jode tanto como a ti, Riggan, pero cuando no queda nadie para aplaudir quizá sea momento de bajar el listón y dejar de tenerla TAN dura. Y ese Coño al que denominas humanidad sea un círculo mucho más pequeño, microscópico, al que valga la pena cuidar. Sacúdete los delirios de grandeza, y vigila ese brote de esquizofrenia. No eres TAN interesante, porque el interés no lo mides tú. No hay forma de escapar de uno mismo. Aceptado esto, es más fácil llegar a gustar por constancia que esperando que se percaten de tu infinita genialidad.




domingo, 25 de enero de 2015

Noir

De acuerdo.
Estaba enfangado hasta los codos en el caso, me costaba avanzar y no podía sentirme más pletórico. Estar en la escena del crimen siempre me ponía eufórico. Demonios, si me hubiesen preguntado hubiera dicho que iba a escribir la gran novela americana.
-          Camus. – Mi compañero me tocó el hombro. – Camus, o te decides ya o nos
volvemos a la oficina. – Me instó en un susurro.
-          Cállate, Dick. – Mascullé entre dientes. – Dame sólo un minuto más.
Sentí farfullar a Dick. Era natural, teníamos dos cuerpos ensangrentados en el salón de la mansión de la familia Haybrook y un ama de llaves con los ojos como dos lunas llenas completamente inexpresiva. El resto de familiares sobrevivientes a la tragedia también estaba allí: los hijos, los sobrinos, los tíos, los padres. No había sido más que una cena familiar entre aristócratas trasnochados que terminó con el gran patriarca y su nueva esposa apuñalados hasta el aburrimiento. Me parecían pocas víctimas.
            - ¿A qué juega, detective? – Exclamó el hombre de más edad. El principal heredero, y para cualquiera, el principal sospechoso. - ¿Va a buscar al asesino o se va a quedar mirándonos?
            No le presté atención. Leí el cartel sobre su cabeza: “Inocente”. No era mi hombre. Me llevé la mano al pecho y palpé lo que allí tenía incrustado bajo la camisa. Dolía, pero era necesario. De esa forma, pude leer los carteles sobre todas las cabezas. Sólo había dos culpables. Cuando se trata de fratricidio entre ricos, no me da ninguna pena. Me encantaría poder encerrarlos a todos.
-          Dick. – Ordené a mi compañero. – Arresta al ama de llaves.
Todos los presentes contuvieron el aliento.
-          Y al hijo pequeño. – Añadí. – Nos vemos en comisaría.
Escuché gritos, lloros y forcejeos mientras me daba la vuelta. Dick y la patrulla especial se encargarían del asunto, así que me fui a casa. Odiaba mi trabajo.

Estrellé una de mis botas contra la pared.
-          ¡BASTA DE RUIDOS, HARVEY! – Grité, totalmente descontrolado. - ¡TE JURO QUE TIRO LA MALDITA PARED ABAJO!
Vivía en la última planta de un cuchitril infernal y tenía que mantener a raya a los tarados que se atrevían a sobrevivir. A veces deseaba que cometieran algún crimen estúpido y terrible para poder encerrarlos y que me dejasen en paz, pero no tenía suerte. Y eso que yo era el mejor detective de la ciudad.
El piso en el que languidecía a velocidad de vértigo me desgastaba tanto como un caso o una mujer. Incluso Kath. Ni el long-play radiando música clásica a todo trapo aminoraba los efectos. Me froté los ojos porque me cansaba ver tanta destrucción cotidiana. Entonces, sucedió lo que buscaba: el gigantón ruidoso de Harvey llamó a la puerta. Para ser exactos, la tiró abajo. No era una puerta demasiado buena ni él un tipo especialmente delicado. Lo confronté.
-          Ya me tienes harto. – Gruñó mi vecino de aspecto patibulario.
-          Llegas justo a tiempo. – Respondí, subiéndome las mangas. Tuve tiempo de leer el
cartel sobre su cabeza: “Golpe a la cabeza con el brazo derecho”, pero no de esquivarlo. Encajé el puñetazo, claro. Debo decir, en mi defensa, que yo tampoco era manco. Nos metimos en faena.

            Me tambaleaba en plena calle y no había bebido, pero las pintas eran mucho peores. Sangraba por varios sitios y no dejaba de llevarme la mano al pecho. Harvey me había dado bien, pero yo le había incrustado la cabeza contra mi ventana y ahora tenía que comprarme una nueva. Si el gigantón seguía con vida, podríamos decir que se había llevado el combate, porque lo que me había hecho podía arruinar mi existencia. Antes de desmayarme, conseguí llegar a la puerta de la casa de Kath. Toqué el timbre y me desplomé en el rellano, dejando una marca de sangre como saludo.

-          Camus. – La voz de Kath entonaba mi nombre como la mejor de los cantantes.
Maldita diosa de la humanidad. Afrodita, Venus y Atenea sólo servían para limpiarle los zapatos y el lugar en el que eso me dejaba a mí no aparecía en ningún tratado de mitología. Me devolvió a la vida una vez más.
-          Camus, no creo que vayas a salir de ésta.
Me había tendido en su sofá y me curaba las heridas. Me había incluso vendado el sangrante agujero en el pecho. Lo palpé con la mano. Ahí faltaba algo.
-          ¿Dónde está? – Pregunté. – Vuelve a ponerlo.
-          Si vuelvo a poner el cristal acabará contigo. Piénsalo bien, por una vez.
Demonios, me costaba verla incluso entornando los ojos. No cabía duda de que estaba en lo cierto. Sentía como mi cuerpo se difuminaba. Daba igual. Siempre hay que seguir.
-          Pues sea.
La aparté con una fuerza ridícula y me puse en pie. Me costaba horrores caminar. Me apoyé en la mesa, tiré lo que había encima, no me importó. Tenía que seguir.
-          Segunda puerta a la derecha. – Murmuró Kath. – Ya lo sabes.
Era la Santísima Trinidad entera en un metro setenta. Y además rubia. No era ni medio normal lo que la podía querer.
-          Todavía quedan unos pocos. Que te aprovechen. – Fue lo último que le escuché.
Encontré la habitación de los espejos, me reflejé en todos, pero no con la brillantez de antaño. No importa, me repetí, siempre hay que seguir. Con el puño cerrado reventé el que necesitaba y perdimos los dos. La mano sanguinolenta agarró un puñado de cristales y me encajé el más grande en el agujero de mi pecho.

Desayuné una lata de alubias Heinz fría con una cuchara de café y no podía sentirme
más miserable. Dick entró en el despacho, vio el panorama y colgó el abrigo y el sombrero.
-          Casi que no te voy a preguntar nada.
Gesticulé; no podía hablar con la boca llena de Heinz. Me informó del orden del
día: Horace Haybrook, pues ese era el espantoso nombre del heredero de nuestro asunto fratricida, iba a presentarse en la oficina para entrevistarse con nosotros. Teníamos a su hijo en el calabozo, así como al ama de llaves más catatónica que uno se podía imaginar. La señora no había hablado. El hijo, al que le habían puesto el no menos espantoso nombre de Otis (¡OTIS!) Haybrook, se había estado comportando como una auténtica nenaza. Lloraba, no hacía ninguna declaración y decía que quería ver a su padre. Era un caso delicado, pues estaba acusado de matar a su abuelo y a la nueva esposa de éste. En condiciones normales me moriría de ganas de empezar. Pero por desgracia, no lo eran.
            Cuando terminé las alubias me levanté.
-          ¿A dónde crees que vas? – Preguntó Dick. 
-          Lo siento, Dick. Ya hice lo que tenía que hacer. – Repuse. – El hijo es culpable, y el
ama de llaves también. El padre es inocente. Seguramente no sea un santo, pero no se ha cargado al viejo. Ya sabes como funciono en estos casos, leo su cartel y punto. Tu trabajo es descubrir el “cómo” sucedió.
-          Eres un malnacido, Camus.
-          Sí. – Me puse el abrigo. – Tengo un asunto muy feo en casa. Te veo luego.

Pocas veces me sentí más estúpido como irrumpiendo en mi propio piso, ahora
también escena de una brutal pelea, justo cuando la policía local estaba investigando el asunto. No engañaba a nadie: todos allí me conocían y sabían que vivía allí, y las vendas sobre mi ya patética figura confirmó sus sospechas. Cuatro policías más el forense que estaba examinando el corpachón de Harvey, con la cabeza clavada en la ventana. Los letreros sobre sus cabezas no ofrecían dudas: me consideraban “CULPABLE” en grandes letras rojas.
-          Quédate quieto un segundo, Camus. – Dijo el que parecía el líder.
-          Sin problema, agente. – Dije. – Tan sólo permitan que me ajuste la corbata.
Me coloqué delante del espejo grande del recibidor, haciendo como que me arreglaba.
Dos de ellos empezaron la aproximación. Tarde, estaba frente a mi punto de fuga. Me palpé el cristal del pecho, chasqueé los dedos y salté contra el espejo, listo para aterrizar en casa de Kath.
            Mi reflejo y yo nos partimos en mil pedazos; el golpe fue descomunal, la reacción de los policías también, y la magia había dejado de funcionar en el peor momento. No me acuerdo de más.

            Naturalmente, Otis Haybrook no fue a juicio. Conmigo fuera del caso, su adinerado padre se encargó de mover los hilos pertinentes. No así con la pobre ama de llaves, que aguardaba en la celda el momento de encarar la vista. Lo sé muy bien: compartíamos la única celda doble del calabozo.
            Desconozco el arreglo al que llegaron padre e hijo Haybrook, pero seguro que la cuantiosa herencia del finado tuvo algo que ver. No era ya asunto mío lo que tratasen esos aristócratas: les deseaba lo peor, pero tampoco es que quedase mucho de mí. El golpe contra el espejo me había tenido vendado como una momia por semanas. Las heridas terminaron de curarse tan solo dos días antes de mi vista. Era una ciudad pequeña: celebraban ambas vistas la misma mañana. Primero mi caso, luego el asunto Haybrook.
            Vino a verme mi ex – compañero Dick. Ahora era el detective en jefe, pero no tenía cristales mágicos para leer la mente a los sospechosos, así que resolvía sus pesquisas trabajando duro. Me alegré por él, se lo había ganado. Adiós, Dick.
            Vino a verme Kath y de mí ya casi no quedaba nada. Me habían quitado el último cristal mientras me arreglaban en el hospital, así que sin ello me estaba consumiendo. No pasaba nada, era normal. Todos los reflejos se desvanecen y a mí ya me iba tocando. Cuando los espejos ya no te obedecen, hay que irse retirando. Dejando espacio para los demás. Dios santo, cuánto la amaba. Se lo dije, o al menos lo intenté. Ella no necesitaba espejos para verse guapa.
-          …ath… o… e…. amo…
-          Tranquilo, Camus. – Asentía ella en su mayúscula perfección. – No hables o te desgastarás más rápido.
Dijo que iba a dejar la ciudad, que iba a probar suerte en una más grande. Claro que sí,
pensé. Era de lo más injusto que semejante milagro de persona tuviera que quedarse confinada en este rincón del infierno. Por supuesto que traté de decírselo, pero era particularmente difícil y desistí.
-          Cuide de él. – Le rogó Kath al ama de llaves, que observaba silenciosamente en la
litera. No había dicho una palabra en las semanas que llevábamos allí. – Ya sé que probablemente no quiera, ya que al fin y al cabo usted está aquí por su culpa. Así que… bueno, en fin, mejor no digo nada. – Terminó su alegato sonriendo. – Dejaré esto aquí para que se entretengan con algo, al menos. – Era un pequeño regalo envuelto.
-          …ath…
Me revolvió el pelo. Fue algo maravilloso.
-          Sí, Camus. Yo también.
Se fue flotando como las musas y decidí dormir hasta el día del juicio final.

Así fue: me despertaron los guardias que iban a llevarme al juzgado. Vale, maté a Harvey, pero alguien tenía que hacerlo, pensé en decirle al juez. Buen intento, Camus. Me dieron 5 minutos para vestirme y salieron al pasillo a fumar mientras me esperaban.
            Grité asombrado al incorporarme. Ya no era una sombra, había recobrado el físico y la fuerza. ¿Pero cómo?
            El regalo de Kath. El ama de llaves lo había colocado bajo mi almohada. Era, por supuesto, un pequeño espejo de mano. Qué lista eres, demonios. Te amo a muerte.
            La mujer catatónica me miró por primera vez. Imploraba algo con aquellos enormes ojos.
Asentí. Me senté junto a ella y la rodeé con el brazo. Coloqué el espejo junto a
nosotros. Era un punto de fuga muy pequeño y probablemente uno de los dos no lo conseguiría, pero era lo mínimo que podía hacer.
-          ¡Eh, Camus! ¡Más vale que estés listo! – Gritaron los guardias.
-          Ya lo creo. – Respondí. Apreté firmemente su hombro.
“Te quiero, Kath.”

Chasqueé los dedos.

sábado, 24 de enero de 2015

Lo mejor de los noventa

Son las dos de la mañana, como casi siempre, y Solange hace las maletas. Es importante hacerlo a esta hora, lejos del amanecer y con el riesgo de despertar al resto de inquilinos. Es una buena venganza, ya que por las mañanas es ella la que sufre los ruidos de la casa. Desde su estratégico rincón en el segundo piso, los tiene a todos controlados. La rubia en la habitación contigua, estudiando en silencio menos cuando saca la grabadora para escuchar al profesor de Medicina. Luego se ríe a voces en la cocina con los demás pero no habla con Solange desde el incidente, y la verdad es que no podría importar menos. Toda saliva que se gasta sin ser compartida está muy mal empleada y no la vuelves a tener, piensa Solange a veces. Todos hablan con la rubia, incluso el escocés del piso de arriba. El escocés es bastante robusto y su habitación está justo encima de la de Solange, pero es muy silencioso porque es tímido, casi depresivo y ha atravesado rachas de alcoholismo que hicieron peligrar la seguridad de la casa. A Solange no le cae mal porque a veces hablan de música y películas y pueden ver algo en la tele cuando no están el resto de las chicas hablando en la sala. Siempre están hablando. El escocés es el mejor de todo el piso, piensa, porque nunca intenta ser algo que no es. No tiene complejos y no le importa pasarse la tarde en el sofá sentado sobre un pedazo de mantequilla que jura y perjura no saber como llegó allí, o volver del gimnasio con toneladas de comida basura que no duda en mezclar a modo de cena imperial. Es la persona más natural de la ciudad y Solange le respeta muchísimo. El resto de compañeros de piso no son demasiado remarcables, por eso a Solange no le importa hacer ruido por las noches. Todo tiene la relevancia que uno quiera darle.
Solange saca la maleta al rellano y vuelve a meterse dentro de la habitación para adecentarla un poco. La cama está siempre deshecha porque no hay mucho más espacio, así que se ha apañado un escritorio al lado de la misma con el ordenador encima. Allí ha pasado gran parte del último medio año. Muchas de las mejores horas fueron con Gonzague, además de las más bonitas e interminables. Casi todas esas horas fueron buenas, pero ahora Gonzague ya no está y no queda en Dublín una razón para que Solange se quede más tiempo de lo debido. Se despide acariciando con una sonrisa las arrugas de las sábanas y piensa que todo lo que se quedó allí ya no se lo pueden quitar, ni tampoco se lo pueden quitar a Gonzague porque nunca se lo llevó consigo, lo dejó allí porque no podía valorarlo como se debía y para no malgastarlo dejó que Solange se quedase con todo. Si alguien encuentra a Gonzague algún día sería bonito que encontrasen algo de eso aferrado entre sus manos, esté donde esté. Si la rubia siguiese hablando con ella, Solange podría cogerle la nariz con una mano y retorcérsela, poner un cubo debajo y ver caer pedazos de rencor y envidia derivados de Gonzague. La rubia había estado celosa de los dos, porque a ella sólo le había tocado un novio futbolista, o eso decía él, en la segunda división inglesa al que le faltaba una mano. Solange creía en la superación personal, pero lo cierto es que había comprobado los datos de la plantilla actual de ese equipo en Internet y ese chico no aparecía por ninguna parte. La rubia y él eran muy felices, pero al cabo de un tiempo no volvieron a tener noticias suyas así que dejó de ser feliz para ser huraña con Solange y Gonzague, a quien probablemente deseaba porque era un francés bastante guapo y apañado que tocaba la guitarra y se paseaba despreocupadamente por la casa como si fuera suya. Eso era lo que más le gustaba de todo a Solange.
Una vez se ha despedido de su habitación, Solange golpea accidentalmente la pared que da al cuarto de la rubia y sonríe. Sabe que en tres horas sonará su despertador, así que no va a desaprovechar la última ocasión de amargarle la vida. Toma la maleta en una mano y se enfrente a la escalera por última vez. Escucha ronquidos devastadores de alcohólico, y deduce que el escocés se ha quedado dormido en alguna parte del piso de abajo. Se quita los zapatos y baja las escaleras de puntillas para no despertarle, sirviendo este gesto de despedida silenciosa.

Hay un montón. Mujeres guapas y hombres tristes, solitarios y borrachos. La noche dublinesa no hace distinciones y los acoge a todos. Solange arrastra las ruedas del equipaje por el empedrado tan característico de la capital de Irlanda, pensando que quizá no pueda volver a hacerlo nunca más. Hay farolas encendidas y da un último paseo por la ribera del río, dejando atrás el puerto, acercándose a los pubs. Es la madrugada de un lunes y casi todos los bares han cerrado, porque abrir hasta tarde nunca se les dio muy bien. Es algo que Solange echa de menos. En Francia, incluso en España, ya que siempre ha andado a caballo entre ambos países, una podía salir de casa a las doce de la noche y volver, de nuevo con los zapatos en la mano, a las ocho de la mañana para prepararse el desayuno. Diferencias. Pasa demasiado cerca de una valla publicitaria con carteles de los estrenos de cine, y eso es un error, porque cuando Gonzague todavía estaba era una tradición ir a ver algo, o verlo en casa teniendo que pausar la película cada diez minutos por inevitables ataques de risa o peleas de cosquillas o besos de los que matan neuronas y luego hay que buscar supervivientes. Gonzague siempre decía que en las islas se hacían unas películas impresionantes pero que no le importaban a nadie porque luego llegaban los Oscar y nadie les hacía ni caso. Las películas europeas que nominaban a los Oscar tenían que ser forzosamente de habla no inglesa, y las películas británicas e irlandesas eran siempre ignoradas ante las americanas. Que al final siempre eran las mismas cinco películas estrenadas en diciembre para llamar la atención de la gente, generalmente dramas y biografías sobre gente negra, minusválida u homosexual, dependiendo de la corriente que tocase reivindicar cada año. Películas académicas, las llamaba Gonzague. Amables, largas, deliciosamente aburridas y con la dosis justa de todo para no molestar a nadie y agradar a todo el mundo para que tuviesen algo de que hablar en las cenas de Navidad y pudiesen decir alegremente: “Fui a verla y es muy, muy buena”. Luego había también una gran cantidad de películas buenas de verdad que no tenían por qué estrenarse en diciembre y que eran mucho mejores, pero a lo mejor no se hablaba tanto de ellas. Daba igual. La vida de Solange con él había sido tan académica como quisieron y mejor que muchas películas, no que todas, pero desde luego superior a la media y era lo importante.
Solange pasa por delante del Gipsy Rose, su pub favorito en todo Dublín. Hay bragas rojas colgando del techo y miles de posters de grupos de rock. Siempre hay un músico tocando, menos ahora que está cerrado porque es tarde, claro. Solía ir con Gonzague y oh, no, por favor, no hablemos de esto ahora, de verdad, ahora no puede ser, seguid caminando. No me hagáis esto. En fin, un viejo borracho se cruza en su camino y Solange tiembla un segundo, pero no pasa nada, porque el viejo sólo le sonríe y dice un par de palabras que no alcanza a entender, pero parece que ha sido dulce. Los dos siguen su camino en distintas direcciones y Solange casi ha llegado a su destino, pero antes de salir de la ribera del río derrama una sola lágrima que se pierde en las aguas y podría jurar que se ha transformado en una sirena que lleva todo lo que se ha condensado en esa lágrima a todos los ríos del mundo. Adiós, Dublín.

Aerfort Bhaile Átha Cliath, aeropuerto de Dublín, Terminal 2. 6:00 AM.
Cuando se reservan vuelos al continente con una compañía irlandesa que tiene un nombre tan propenso a bromas como Aer Lingus, se aceptan sacrificios como madrugar o no dormir en toda la noche, depende desde donde tengas que trasladarte. Solange ha decidido pasar la noche en vela despidiéndose de la ciudad porque su vuelo sale a las seis de la mañana. Es justo. La ventaja es que no tienes que pagar comisiones de tarjeta, con lo que los vuelos salen bastante económicos. La Terminal 2, además, es bonita y majestuosa, como un edificio futurista. En navidades ponen un banco con un Papa Noel bonachón y los niños y algunos adultos se hacen fotos con él, pero todo el mundo está cansado arrastrando maletas y esgrimiendo billetes de vuelo a todas direcciones. Solange miró el otro día unos vuelos a Nueva York, con regreso por menos de quinientas libras. Se repite que tiene que hacerlo alguna vez en la vida, pero no es el mejor momento porque claro, Gonzague no se encuentra disponible en este momento. Solange ha pasado el control de seguridad sin demasiadas dificultades (le han hecho quitarse los zapatos, pero a estas alturas ya parece una seña de identidad), ha pagado por una revista que no le interesa y ahora aguarda pacientemente el embarque con el resto de pasajeros. Lo que necesita no es una revista, ni siquiera entrar ya en el maldito avión y quedarse dormida. Quiere un Aer Lingus de Gonzague, pero no va a ser posible porque ni los miles que se manifestaron en silencio en el Phoenix Park alzando velas encendidas en las manos fueron suficientes para hacerle volver.  
Megafonía ruega a los pasajeros del vuelo Dublín – Barcelona que se coloquen en dos hileras. Los asientos 1 a 15 en la hilera izquierda, del 16 al 30 en la hilera derecha. Solange ayuda a un par de ancianas europeas que no terminan de aclararse. Es entonces cuando un chico le aborda. Tiene el asiento 14C y no ha estado atento.
- Tienes que ponerte en la hilera izquierda. – Le aclara Solange. – Vaya, vamos en la misma fila. – Sonríe. Ella tiene el 14A, ventana.
El chico parece visiblemente contento. Es español, seguro, quizá catalán, Solange nunca se aclara con los españoles, pero le parece catalán. Es delgado y atractivo con el pelo ensortijado, y tímido como Gonzague en sus buenos tiempos. De acuerdo, piensa, mejor no seguir por ahí.
-          Me llamo Richard. – Dice. – Encantado.
-          Solange.
Solange habla un castellano casi perfecto. Richard es agradable y sus ojos han visto mundo, pero no piensa darle más cancha de la debida. Hoy no, ya no. No por ahora.
-          ¿Eres de Barcelona, Richard?
-          A veces. – Sonríe el chico. – Ahora, por ejemplo, sí.
-          Todos volvemos a casa.
El amanecer se cuela por los ventanales mientras caminan por la plataforma que da acceso al avión. Se sientan juntos, dejando un asiento libre en medio para las chaquetas. No, no se sientan tan pronto, porque el equipaje de mano de Solange es demasiado grande para los compartimentos superiores. Van llenos de otras maletas. La azafata no ayuda, sólo repite que no hay sitio. Tras mucho tiempo, Richard ha conseguido hacer un hueco en un compartimento alejado y depositan ahí la maleta con la esperanza de que tras dos horas y media de vuelo se convierta en una mariposa de colores que sepa volar sola y nadie tenga que arrastrarla. Tras mucho tiempo, el avión coge carrerilla y echa a volar. Solange tiene ventana y el sol le da en la cara como si acabase de despertar, cuando no ha dormido en mucho tiempo.
-          ¿Te gusta volar en avión? – Pregunta Richard. Ha pasado algún tiempo madurando la pregunta.
-          Sí. – Contesta con media sonrisa. El sueño empieza a pesar, pero sabe que el chico no va a dejar de hablar así que habrá que estar a la altura. - ¿Y a ti?
-          Claro. Todo lo que sea volar y estar en lugares altos. Tengo preferencia por lugares altos.
Solange no sabe muy bien como interpretar eso, así que toma las riendas de la forzada conversación. Pone la mejor de sus sonrisas (y eso es MUCHO, creedme) a juego con sus ojos, que no se quedan atrás, y el sol que se cuela por la ventana anida en su pelo para completar el cuadro. Y se inventa una historia fantástica sobre lo que ha estado haciendo en Dublín, las neuronas encuentra a velocidad de vértigo unas razones estupendas en la memoria y dice que se fue de au pair, a aprender inglés cuidando niños de familias moderadamente adineradas ya que es así como se van todas las chicas en algún momento de su vida, y las niñas que le tocó cuidar eran tres soles, oh, sí, las llevaba al colegio y luego les enseñaba actividades como gimnasia, o francés, o español. Aprendieron de ella a comer verduras y a jugar con sus padres, que para ser adinerados nunca estaban en casa. Las niñas canalizaron esa inacabable energía infantil que podría dar cuerda al avión en el que iban ahora mismo y la mediana llegó a ser capitana del equipo de gimnasia rítmica. Bueno, Solange no recuerda si a esas edades existen capitanas, pero tampoco recuerda haber dicho las edades de las niñas que acaba de inventarse y por otro lado seguro que a Richard le importa un carajo porque entre otras cosas es un chico, son casi las siete de la mañana y están a muchos kilómetros de ninguna parte.
Pero Solange se siente fuerte y decidida en su historia y la adorna con muchas invenciones bonitas, no se inventa nada feo porque en este momento se siente razonablemente guapa y es más de lo que se ha sentido en mucho tiempo, y enfrente los ojos de Richard siguen atentos y seguramente algo más y, qué demonios, él tampoco está mal, pero no es el momento y se lo va a hacer saber mediante una perorata. Y las palabras inventadas que salen de su boca adornadas con un brillo en los ojos y los labios moviéndose más graciosamente que nunca se olvidan de todas las cosas vividas en aquella casa de Dublín en la que habitaban seis personas y a veces ocho pero al final ya nunca fueron amigos nunca más y acabó siendo insoportable para todos y cuando Gonzague decidió abandonar el edificio todo se enrareció tanto que las semanas pasaron sobrevolando la casa tan cerca y tan rápido que el roce levantó algunas tejas que en su caída casi desnucaron a unos pobres ancianos que pasaban por allí. Y ni una palabra de los puñetazos a la lámpara cuando a ésta le daba por proyectar sombras divertidas en la pared ni de los mordiscos a los quicios de las puertas de pura rabia, ni las patadas silenciosas al aire que no dolían más que por dentro, las miradas huidizas, acusadoras, rencorosas, de algo tan cercano al puro odio que nadie había experimentado un frío semejante para saber si era odio de verdad o solo un enfado muy bien abrigado. La luz del baño que nunca funcionaba, la luz de la escalera que tampoco funcionaba y los moratones consecuentes que a Gonzague le gustaba luego apretar y a ella también, por qué no, el cementerio sangriento de tampones usados en la papelera del cuarto de baño grande que nadie limpiaba nunca y que Solange quería ponérselo a la rubia por sombrero, quería desnudarla y restregarle los tampones por el cuerpo y crucificarla en el centro de Temple Bar y dejar un sombrero a sus pies para que los turistas echasen monedas. Con esta imagen algo en su cerebro hace clic y para cuando vuelve a la realidad que está contando, Richard ya ha cerrado los ojos y respira pesadamente. Objetivo cumplido. Solange hace lo mismo y se duerme con la cabeza iluminada apoyada contra la ventana, descansando los rizos en las nubes para que no pierdan su forma.

 Gonzague está de vuelta en el sueño a mil kilómetros de altura y tiene que andar con cuidado para no caerse. Solange lo está viendo desde la barra del Gipsy Rose. Mientras ella bebe, él está en el escenario con una guitarra cantando canciones desgarradoramente tristes y todo el mundo está llorando. Canciones sobre la chica que nunca participaba en sorteos y nunca ganaba nada, sobre otra chica con las manos tan frías que se hizo pirómana para encontrar consuelo, sobre chicas con el corazón en la vagina y la vagina en el corazón que nunca se aclaraban y se hacían daño. Gonzague se tapa los ojos con el pelo para que nadie se los mire y no tiene una cerveza a mano. Solange quiere acercarse pero las lágrimas de todo el pub se lo impiden. Los irlandeses gritan que toque algo más alegre, pero Gonzague susurra en francés que no puede, que es imposible, que no hay nada más dentro que pueda salir. No lo entienden y gritan que se baje del escenario. Gonzague está sangrando por los dedos de rasguear la guitarra. Solange, que ha tardado una eternidad en llegar al escenario, le alcanza la cerveza pero él no la quiere. Alza la vista una sola vez para indicarle que se vaya, que si no hay canciones alegres no hay cerveza. Y Solange se va, porque las lágrimas irlandesas han creado un río que la saca del bar y la deja en la calle. Todo ruido procedente del Gipsy Rose queda silenciado y las ventanas están oscuras para ver lo que pasa dentro. Y es el viejo borracho que se encontró hace unas horas el que levanta a Solange del suelo, reconocería esa mirada en cualquier parte, y con una sonrisa le dice una de esas frases lapidarias de las películas que todo el mundo intenta formular en la vida real pero nadie consigue nunca el mismo efecto, pero esta vez es tan fuerte que al segundo siguiente se le olvida porque el sol la ha despertado.
De entrada tener a Richard inclinado sobre ella (se ha movido al asiento central, además) le choca, pero más le choca ver sus ojos y comprobar que son los mismos que los del viejo. O eso le parece. Richard amaga con retroceder pero sonríe y señala la ventana. Solange se gira, aun con los ojos entumecidos, y contempla unas enormes montañas nevadas en las que golpea el sol. La vista en los Pirineos es, como siempre, espectacular.
-          Nos dan los buenos días. – Dice Richard.
-          Es impresionante. ¿Qué tal has dormido, Richard?
-          No muy bien. Lo siento por quedarme dormido con tu historia, pero me faltan
muchas horas de sueño. – Richard bosteza y Solange no puede evitar hacer lo mismo. Ambos ríen. Solange piensa en la extraña coincidencia de los ojos.
-          ¿Dónde estabas anoche? – Pregunta como por casualidad. – Para no haber
dormido, seguro que estabas despidiéndote de alguna chica. – La pregunta le ha quedado demasiado insidiosa, pero no importa.
-          Anoche tenía setenta años y no estaba como para despedirme de nadie.
Si era una respuesta burlona, parece ir totalmente en serio. Solange estudia detenidamente la expresión del chico: sonríe confiado pero honesto. Probablemente, es decir, seguro tratándose de un hombre, esté interpretando el papel de misterioso seductor atractivo e interesante y necesita contar muchas mentiras increíbles como migas que soltar en el camino para que le sigan el rastro, pero una vez aceptado esto (¡y qué remedio!) lo que queda tiene que ser, forzosamente, cierto. Así, en vez de cuestionarlo, se limitará a escuchar porque es ciertamente interesante.
-          No te veo sorprendida. – Comenta Richard. - ¿Qué más tengo que hacer para impresionarte?
-          No mucho más, realmente. – Responde Solange con la sonrisa adherida a la cara.
-          Hace unas horas en el Gipsy no sonreías así.
-          Ni tú estabas tan joven. ¿Cuántos años tienes ahora?
-          Diecinueve. Es la primera vez que tengo diecinueve años. ¿Tú los has tenido antes?
Solange arquea una ceja.
-          Sí, claro. Tengo veintiuno ahora. No sé, siempre he vivido mi vida en orden cronológico. Tuve diecinueve hace dos años y no espero volver a tenerlos nunca.
-          Cómo te envidio, Solange. A ti y a todo el mundo que vive así.
Ella devuelve la mirada hacia el ventanal. Los Pirineos se van quedando atrás y pronto aterrizarán en Barcelona donde ella hará escala unas horas para viajar de noche a Francia. Quizá todavía le queden algunos minutos de sueño.
-          Cuéntame esa historia, Richard. – Dice sin mirarle. – Que sea bonita.
-     Para empezar, aclaremos que nunca se me ha dado bien entender el funcionamiento de las cosas... – La voz de Richard suena muy lejana pero se cuela a través de neblinas en el sueño de Solange. Es tan cálida la juventud que sobrevuela las nubes en un día radiante todavía por tejer en el corazón del amanecer, tan cálido el sueño que sigue llamando por una última zambullida antes de encarar la jornada…

Richard Artigas tiene cuarenta y dos años en 1993. Ha ido al estreno de Jurassic Park con su hijo. Apenas lo conoce. El día anterior tenía veintitrés años y estaba en la cárcel de algún país lejano, bastante magullado y sin la menor idea de como había llegado allí. Compartía prisión con hombres asiáticos a los que no entendía una palabra y se pasó el día huyendo de ellos, rezando para que llegase la hora de dormir y fuese un nuevo día. El día anterior a ese era un niño de ocho años que vivía con sus padres cuando todo era normal y feliz y la parcela del mundo no era más grande que su casa. Otro día era un viejo de ochenta y tantos años agonizando en una cama de hospital. Otro día volvía a rondar los veintitrés y no había salido de la cárcel, sólo que ahora los prisioneros sabían donde se escondía. Fue uno de los peores días, pero si algo puede decir es que no tiene tiempo para aburrirse. Ha visto muchas películas de la década de 2010 antes que Jurassic Park, pero esta le ha fascinado más. Quizás por el hecho de estar con su hijo, un adorable rubio de siete años que le profesa un cariño ininteligible, y que el se afana en corresponder. Pero es difícil, porque es la primera vez que lo ha visto. Ni siquiera sabe cuál es su situación, si vive con él, con su esposa si es que tal cosa ha sucedido, nada. Pero no importa, porque el niño se llama Richard como él y parece tener una vida sana, una que transcurre cronológicamente y no en orden aleatorio como si fuese una estúpida lista de reproducción musical en la que tiene que saltar de un día a otro cuando las distancias se miden en años, a veces décadas, y tiene que sujetarse del borde de los días para no caer fuera del tiempo ya que eso se le antoja un peligro más allá de lo que las personas lineales entienden como normal. Eso hoy no importa, porque durante las pocas horas que quedan del día tras salir del cine, estará con lo que más debería querer en el mundo, y exprimirá todos esos minutos para estar con Richard hasta la siguiente vez que coincidan. Y así transcurre la accidentada vida de Richard Artigas, viviendo cada día al límite porque literalmente no sabe dónde y cuándo estará mañana.
            El vuelo de Aer Lingus procedente de Dublín aterriza en el aeropuerto de El Prat sin complicaciones. Son las diez y media de la mañana. El principio del verano en Barcelona es algo maravilloso. Solange abre los ojos y la ciudad contiene el aliento.

            Sería un gasto absurdo de palabras relatar los trámites de aeropuerto y el viaje en taxi – compartido, por supuesto – de Solange y Richard a la estación de Sants, así como las apresuradas idas y venidas a los carteles de horarios de trenes para constatar que tienen todavía algunas horas libres por delante antes de la separación. Solange partirá hacia Rennes en el tren de las 22:00 y Richard, en fin, Richard solo necesita esperar unas horas para viajar. Tras dejar el equipaje en consigna – oh, Richard no tiene equipaje – van caminando hacia la Rambla. La intención de Solange es descansar en la playa de la Barceloneta, que el día lo merece y cualquiera aguanta el bullicio del centro de la ciudad. Se siente forzada a hablar con Richard, no porque no le interese su increíble historia (¿cómo era aquella frase? “Sé que quieres que suene creíble porque necesitas creerme, y sin embargo te gusta más creerme cuando sueno increíble”, más o menos) sino para tener la cabeza distraída y no meterla en embrollos mentales innecesarios.
-          Deberías ver este sitio dentro de unos años. – Comenta Richard cuando se sientan a desayunar en Café Zurich. – Totalmente desierto. Nada. Paf, borrado del mapa.
-          ¿Este sitio? – Responde Solange. - ¿El Zurich?
-          No, no. Toda la plaza Catalunya. Casi todo el centro de Barcelona.
-          ¿Una guerra? Las cosas han estado tensas los últimos años.
-           Uf, si yo te contara… No lo haré, de todas formas. No me gusta arruinar sorpresas.
-          ¿Cuánto tiempo llevas viviendo así?
-          Toda mi vida.
-          ¿Y eso cuánto es?
-          No lo sé. – Sonríe cálidamente, luego cierra los ojos intentando un cálculo
aproximado. Finalmente vuelve a abrirlos. – No lo sé. Me he visto de niño, de joven, de adulto, de anciano y de mucho más anciano, casado y padre sin saber con quién. Sé lo que pasa en el futuro pero no sé lo que está pasando ahora mismo. Es, como mínimo, desquiciante. ¡Fíjate que hasta el otro día no había visto Jurassic Park! – Alza las manos. Ambos ríen.
-          Nací el año que la estrenaron. – Comenta Solange. – Marcó a muchas
generaciones. – Se acuerda inevitablemente de Gonzague. – Un amigo solía decir que era lo mejor de los noventa. No tanto la película en sí, sino…
-          Sino todo lo que significó. – Termina Richard.
-          Sí. Al final acabábamos llamando a todo lo que nos gustaba “lo mejor de los
noventa”. Sale solo.
-          Es una expresión muy bonita, Solange. Y no has visto la última entrega…
-          ¿La última? – Ríe Solange. – ¿Llegaron a hacer otra más?
-          Oh, sí. No sólo eso: fue la última película que se hizo jamás. Bueno, que se hará,
ya sabes…
-          Explícame eso.
-          De camino. – Richard termina el café. – No quiero perderme este día sentado.
Comienzan el descenso de la Rambla bajo un verano interminable.

            En algún determinado momento del futuro, las cosas dejarán de funcionar tal cual. Richard tendrá quince años un día antes de verlo, y estará enamorado o algo parecido, viviendo un día de lo más memorable con una chica de la misma edad que también dice estar enamorada, y quién se lo va a refutar. Es la primera vez que la ve y la primera vez que vive algo similar, y no lo olvidará nunca. Al llegar el momento de la despedida, prometen verse la semana que viene, para ir al cine, o algo. Y al día siguiente Richard tiene ochenta y tres años, está solo y ni siquiera en la misma ciudad. Y por algún motivo que nadie le ha explicado, las cosas se están acabando. Hay muchos rascacielos en ruinas, muchas tiendas cerradas, muy poca gente en las calles. Parece que el germen que hace que el mundo se mueva ha dejado de latir. Vagabundeando como el viejo que ahora es, sin parar de pensar en la chica del día anterior, pasa delante de un cine destartalado pero aun en funcionamiento que exhibe la última película jamás producida: “Jurassic Park: The LAST World”. La película para acabar con todas las películas. No hay ningún trabajador en taquilla, ni espectadores, ni nadie dentro de la sala, pero las imágenes se proyectan como movidas por una extraña fuerza. Quizá el cine se niegue a morir, piensa Richard mientras se sienta apesadumbrado en la butaca. Está completamente solo. Y la película también.
            Quiere pensar que la obra resulta ser el último esfuerzo de todas las grandes productoras de cine que quedan en esos momentos en el mundo, ya que los logotipos de todas ellas aparecen en el inicio. La gran despedida del negocio del cine. Y aun con esta suma de talento y presupuestos, el resultado final es pobre. Apenas hay tres actores en pantalla, un adulto y dos niños que interpretan como pueden a sus hijos. Están perdidos en el parque y la historia sigue sus peripecias a la hora de ocultarse de los dinosaurios, de sobrevivir. La eterna historia que siempre funciona. Pero aquí ni siquiera hay dinosaurios. No vemos ni un solo lagarto terrible en ciento ochenta minutos, probablemente por motivos económicos. Vaya un final para la saga. Pero, sin embargo, los oímos y los sentimos, ya que a falta de presupuesto para efectos especiales –demonios, ni siquiera para marionetas- el apartado de sonido es espectacular reciclando gruñidos, respiraciones pesadas y los tan característicos rugidos, estremecedoras pisadas… Y la música, qué decir de la música, completamente compuesta y ejecutada por un solo pianista que probablemente se hallaba ante el último gran encargo de su carrera. Este es su canto del cisne, el lugar donde ha exprimido todas las notas que le quedaban dentro. La última escena. Los hijos del protagonista se han refugiado en un bunker metálico impenetrable, pero los espectadores saben que hay velocirraptores dentro y el protagonista también acaba de descubrir el agujero en un conducto de ventilación. Sin armas, debe decidirse entre entrar en el bunker a encontrar a los niños –o lo que quede de ellos- o dar media vuelta para tratar de salvar al menos su vida. Primer plano al que en otro tiempo fue una estrella, aunque Richard no ha llegado a coincidir con él. Todos los registros de interpretaciones dramáticas pero silenciosas, desde los tiempos del teatro japonés hasta el cine americano más aséptico pasan por su cara. El sudor, los dientes que rechinan. La mirada que transmite el caos ingobernable de su mente en ese momento. Puede que aun podamos ver alguna garra de raptor. Algún malvado ojo amarillo. Escamas en la oscuridad. El piano expulsa una melancólica pieza interminable digna del más virtuoso, que se extiende por pasajes jamás alcanzados. El actor sigue sumido en su diatriba.

The End.

            Los largos créditos incluyen una disculpa de los creadores por no haber mostrado dinosaurios y una galería de fotos del estudio de producción. Richard sale del cine, caminando a duras penas. Hoy podría ser perfectamente el último día de su vida. Sabe que no, porque ha vivido días de nonagenario agonizando sin poder más que esperar, pero tras lo visto ya no tiene sentido que la humanidad siga ocupando espacio en el mundo.
           
            Los zapatos de Solange están olvidados en la arena, ella baila en el mar. Richard la sigue a poca distancia, tratando de aproximarse. Intenta sacar buenas fotos con el teléfono móvil de la chica, que no se lo pone nada fácil porque no puede quedarse quieta.
-          ¡Sácame así, Richard!- Solange ejecuta una pirueta con las manos apoyadas en la
arena que dura un segundo de perfección. Las gotas de mar vuelan.
-          Lo intento… - Murmura Richard, mientras dispara ráfagas de flashes. No son
necesarios, ya que hace un día estupendo, pero probablemente hace mucho tiempo que tuvo que utilizar un teléfono móvil.
-          ¡Vamos, vamos, no te pares! ¡Sigue mi ritmo!
Solange danza en la playa. Es una bellísima instantánea que inmortalizar, y Richard hace lo que puede. Capturar esas imágenes es una silenciosa ofrenda para la reina del verano. Y al final se cansa, guarda el teléfono y la persigue, levantando el agua, escarbando en la arena, riendo ambos con el viento. Los recuerdos nacidos en ese mar no se secarán nunca.
Descansan tumbados en la orilla con los pies en el agua. Solange comprobará las fotos esta tarde en el tren, y pensará en muchas cosas. Richard cierra los ojos, tratando de absorber los rayos de un sol que quizá no vuelva a conocer como tal.
-          ¿Por qué has volado a Barcelona y no a París? – Se le ocurre de repente. – Te
queda mucho más cerca llegar a Rennes. Bueno, supongo, ¿no? No sé a cuánto está Rennes de París. – Ríe.
-          No es eso… - Responde Solange.
Y súbitamente se hace muy complicado dar una respuesta clara y odia a Richard por haber lanzado la pregunta. Porque, ¿cómo explicar que Barcelona y muy especialmente la playa, y muy especialmente en verano, y en fin, con Gonzague, es algo tan “lo mejor de los noventa” que se derrama y necesita recoger todo lo que pueda para mantenerlo caliente en su invernadero interior?
- … simplemente me gusta pasar por Barcelona cuando tengo la ocasión. – Responde finalmente.
- ¿Quién te espera en Francia?
- Mi familia. Amigos. He estado fuera un tiempo, tengo ganas de estar con ellos.
- Y… ¿nadie más?
Solange sonríe y no responde. Richard se agita levemente; ella adivina lo que va a pasar.
Detiene el pecho de Richard cuando se abalanza educadamente sobre ella, los labios tan cerca que puede percibir la respiración. No necesita abrir los ojos.
-          No, Richard. Lo siento.
-          No te preocupes. – Richard vuelve a la posición inicial. – No era lo que…
-          Claro que lo era.  Y lo entiendo. No pasa nada. En poco tiempo nos despediremos
y yo volveré a mi país y tú seguirás saltando en el tiempo. ¿No?
-          Sí, es eso. Tenía que intentarlo. – Sonríe. – Ya sabes, nunca tengo mucho tiempo
para estar con chicas, así que tengo que apretar el acelerador.
-          ¿Aún buscas a la chica del cine?
-          Siempre. Y a mi hijo, claro. – Estalla en una carcajada. - ¡Es todo tan extraño!
Solange lo mira con cierta melancolía. Todos buscamos a alguien, piensa. Los perdidos
en el espacio y los perdidos en el tiempo, los que viajan por avión y los que saltan entre días y años.
-          ¿Qué pasaría sí… - Comienza a formular una pregunta que no sabe si debería
terminar. - … sí mañana es uno de esos días en los que eres un viejo que se muere en una cama de hospital en un mundo despoblado?
-          Qué será otro de esos días en los que me aferro a la vida con los dientes por
sobrevivir unas horas más hasta despertar en otro tiempo donde todavía tengo alguna oportunidad.
-          Pero llegará el día en que no despiertes, y estadísticamente puede pasar tanto
mañana como dentro de otros ochenta o noventa años.
-          Entonces me iré habiendo intentado vivir el máximo de días posibles.
Pronto habrá un extraño atardecer. Se quedan en silencio contemplando el mar,
sintiendo el sol, pensando acerca de muchas cosas. Finalmente, como un rayo, la risa de Solange destruye la calma y ojalá siempre fuese así.
-          Ay, Richard. – Dice, clavándole el dedo índice en la mejilla. - Vous êtes l’esprit de l’escalier.
-          ¿Qué? ¿Qué quiere decir eso?
-          ¡No te lo digo!
Solange se levanta y corre hacia sus zapatos, divertida como una niña traviesa. Richard intenta incorporarse, pero tiene el cuerpo entumecido y le lleva trabajo. Solange está ya calzándose donde empieza el asfalto, lista para adentrarse en la ciudad.
-          ¡Eres l’esprit de l’escalier! – Le grita desde allí, sin poder parar de reír. - ¡Eres
demasiado lento! ¡Siempre llegas tarde a los sitios!
Unos niños que juegan con pistolas de agua no quitan ojo de la escena. Solange les pide una de ellas mientras Richard se acerca.
-          ¡Lento! ¡Lento! – Grita mientras le dispara agua a la camiseta, a la cara. - ¡Lento!
Richard hace torpes ademanes para esquivar el agua, pero es imposible. Los niños también se animan a mojarlo unos instantes, mientras ríen. Solange estalla en carcajadas, doblándose sobre el estómago, y acaba sentándose. Devuelve la pistola y los niños echan a correr en cuanto Richard alcanza la escena, empapado y no muy contento.
-          ¿Por qué has hecho eso? ¡Qué rara eres!
Solange consigue recomponerse tras unos instantes.
-          Lo siento. – Dice con una sonrisa. – Es que me resulta gracioso.
-          Vaya, gracias.
-          Verás… en francés utilizamos esa expresión para definir esos casos en los que das
con la respuesta adecuada pero ya es muy tarde para decirla.
-          Conozco la sensación, sí. – Richard se quita la camiseta empapada. – Y al que le
pasa eso lo mojáis hasta que se ahoga o lo decapitáis, según tengáis el día. ¿No?
-          Exacto. – Solange se incorpora. – Richard, te dejo aquí. Quiero pasar mis últimas
horas en Barcelona conmigo misma. Es algo personal.
-          Pero yo quería terminar el día contigo. – Responde Richard. – Desde que te vi
anoche en el bar de Dublín, cuando tenía setenta años. Y cuando esta mañana te he visto en el aeropuerto, no me lo podía creer. ¿Cada cuanto crees que tengo esta suerte? Te aseguro que nunca.
-          Eso está genial, Richard. Pero sólo tenemos una vida, alguna más caótica que otras, de acuerdo, pero todos tenemos que vivir la propia.
La hija del verano sonríe a modo de despedida. El chico de la escalera tiene el semblante serio.
-          Sabes… todo el día he tenido la esperanza de que tal vez podrías ser tú.
-          Eso es muy bonito. ¿Sabes? Yo, durante todo el día, he tenido la creencia de que
el señor con tus ojos que vi anoche era tu abuelo, y que toda tu historia es una preciosa mentira orquestada que me ha encantado escuchar.
Richard le sostiene la mirada, desafiante.
-          Eso no es cierto.
-          No tiene importancia. – Solange se despide con un fugaz beso en la mejilla. – Me
han encantado tus mentiras, de todas formas.
El chico acaricia el brazo de Solange mientras ella se da la vuelta. Se gira por última
vez para ver a Richard recortado contra el mar en calma.
-          Yo también busco a alguien. Lo perdí en Dublín, busco su rastro en Barcelona y lo
seguiré buscando mañana cuando llegue a Rennes.
-          Te diré algo si me lo encuentro. – Responde Richard, desdeñoso.
-          Tú podrías encontrarlo, sin duda. Se llama Gonzague. No lo busques a partir de los
últimos cinco o seis días, porque me encantaría creer que sigue por ahí, pero no lo creo. Pero si por casualidad pasas cerca de él hace unos años, dile que no haga tonterías, que se aleje de mí y que no se envenene hasta que el mundo se lo trague. Por favor, no olvides recordarlo.
Solange se diluye en la ciudad del viento. Richard se queda en la playa, varado,
consumiendo las últimas horas de sol para que le duren todo el tiempo que pueda, porque le hacen mucha falta cuando le toca vivir días extraños.

            “No dejes de viajar en tranvías y trenes, y vuélveme a besar como lo hacías, recítame un poema mexicano que envuelva nuestra vida hasta la muerte.”
            Siempre que monta en un tren, Solange no puede evitar evocar a Gonzague tarareando aquella canción de Family. Hoy es uno de esos viajes nocturnos en los que escuchará “El soplo al corazón” hasta desangrarse por los oídos. Como todos. El traqueteo del vagón así lo reclama. Se ve a ella misma cantando el estribillo en el oído de Gonzague y él, que no se sabe ningún poema mexicano, recita aquello de “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, que no es un poema pero sirve porque es mexicano y eso le acerca a la boca de Solange. Y en el recuerdo de aquella unión de labios Solange apoya la dorada cabeza en la ventana tras la cual las luces catalanas se despiden en la noche, siempre al lado del mar. La oscuridad es cálida y amigable, muy diferente de aquella que Gonzague quiso abrazar, y eso le costó la desaparición y quizá algo más. La oscuridad que nace de la tierra y echa raíces en las canciones tristes, en las miradas huidizas de la gente, en las malas palabras que terminan peor. Aquel mal, pensó, germinaba hacía mucho en el corazón de Gonzague, y ella no había podido pararlo y por eso él se fue y ella albergaba pocas esperanzas de luz sobre su paradero. Pero rezaba porque siguiese vivo. Sólo eso. “Komm, süsser Tod”, le había escuchado susurrar una vez, cuando pensaba que ella estaba dormida, y sabía el alemán suficiente para interpretar que era algo malo, demasiado malo para ignorarlo. Pero para entonces la mirada de Gonzague se había ensombrecido y ya no tocaba la guitarra en el sofá de la sala común en Dublín, ni en el Gipsy Rose, ni bailaban en la cama ni en ningún otro sitio. Y todo su imperio se vino abajo como todos los demás.
            Piensa en Richard, en su extraño modo de vida. Pero, ¿acaso no son todos supervivientes? Qué importa el cómo, si con eso se consigue un día más. Se lo dijo muchas veces a Gonzague, y él lo sabía. No es tarde para perder la esperanza. Al fin y al cabo han sido dublineses por un leve período de tiempo, y eso concede algo de suerte. Leves períodos de tiempo es todo lo que necesita para mantener la esperanza intacta, la esperanza de que la guitarra de Gonzague vuelva a sonar de nuevo y la oscuridad se haya disipado de los ojos de todos los que se acogen a su manto. Esperanza en que el futuro despoblado y el fin del cine y el resto de cosas que valen la pena tarde lo más posible en llegar.
           

LO MEJOR DE LOS NOVENTA
(L’ESPRIT DE L’ESCALIER)
FIN


A Eric Rohmer por retratar tan bien el verano y la juventud en el cine
Al grupo Family por hacerlo todo en un solo disco de música
Y a toda la gente que ha compartido su tiempo conmigo
Especialmente a K.
Como siempre.

Traveller C