domingo, 19 de octubre de 2014

"Se va usté a reír, jefe": Los negros de Ibáñez

Soy un gran aficionado al cómic. En este blog no faltan referencias a Alan Moore. En las redes sociales aclamo constantemente la excelencia de One Piece o 20th Century Boys. Uso las ideas de Tintín para dar título a los álbumes de fotos de mis viajes, y si critico la actualidad prefiero hacerlo citando tiras de Mafalda. En definitiva, adoro una buena conversación sobre cómic cada vez que coincido con el interlocutor adecuado, y esto es difícil. Es diferente, acaso, cuando un interlocutor cita: “Mortadelo.” Ahí todo cambia, porque ese interlocutor ya no necesita ser un lector especializado. Ahora podría ser cualquier residente en España desde 1958 hasta la actualidad, y ya no hablamos de cómics, sino de historietas. Y de esto sí que sabemos todos, así que me voy a ahorrar la introducción sobre la obra de Don Francisco Ibáñez Talavera. Porque una vez escribí sobre dos personajes que definían la amistad entre compañeros de clase como “aquel chaval con el que podías intercambiar tebeos de Superman y hablar de la rubia que os gustaba” y aquello era correcto para ese tipo de historia. Pero yo nunca intercambié nada de Superman en los 90. Mortadelos, todos los que hicieran falta. La obra del señor Ibáñez era interminable en todas las décadas y el nivel era casi siempre excelente. Claro que, como descubriría más tarde, muchos de aquellos tebeos no estaban realizados por él, y de esto es de lo que trata este artículo. Entremos en contexto:



Era 1992 y yo tenía vacaciones y Mortadelos. Y cuando no, tiempo libre y Mortadelos. Ejemplares de los años 80 heredados por derecho familiar. Historietas sencillas que siempre acababan con nuestros protagonistas huyendo de la justicia por haberle atizado a alguien. Mortadelo, disfrazado, diciendo aquello de "Pues yo creo que no debió, jefe..." a lo que Filemón, muy irritado, replicaba "¡Tuvimos que hacerlo! ¡Tuvimos que hacerlo!". Y a mí no me podían engañar, yo sabía que todas las historias que tenían paisajes rurales estaban ambientadas en mi pueblo, allí mismo. ¿Dónde más iban a estarlo?  Por aquella época, Ediciones B (de las cenizas de la extinta Bruguera, de la que hablaré más adelante) lanzó la línea Olé, un nuevo formato, más grande, que recogía las historias largas que Francisco Ibáñez estaba realizando sin parar. Probablemente aquellos primeros números no sean los más laureados de la interminable saga de “Agencia de información”, pero las siguientes aventuras en llegar eran de un nivel impecable. Para cuando entré 1º de EGB, ya disfrutaba de álbumes míticos como “El brujo” u “Objetivo eliminar al Rana.” Un amigo que tenía por aquella época y que perdí de vista era un devoto fan de “La Elasticina.” Se lo recordé en cuanto nos encontramos dieciocho años después, y por supuesto, se seguía acordando de “El Cascote.” Durante los años noventa, se sucedieron las ediciones en formato tomo de más “Mortadelos”, conocidos como “Super Humor”, que venían a relevar a “Magos del Humor”. En los kioscos, las revistas “Super Mortadelo” y “Mortadelo Extra” amenizaban la espera entre tomo y tomo.



Creo conveniente indicar que con “Mortadelos” no me estoy refiriendo solamente a estos dos personajes. Por “Mortadelos” se entiende la práctica totalidad de la producción de Ibáñez (“Rompetechos”, “Pepe Gotera y Otilio”, “El botones Sacarino”, así como los autores de la llamada “escuela Bruguera” y la posterior generación de la época moderna de “Ediciones B”, totalmente deudora de aquel estilo y línea editorial. Estas historietas son bien conocidas por todos, ya que han acompañado a varias generaciones hasta el día de hoy. Bien, centrémonos pues en el conocido “Caso de los Mortadelos Apócrifos”, esto es, los negros de Ibáñez.

En 2010 se estrenó la notable película “El Gran Vázquez”, con Santiago Segura interpretando al célebre dibujante y no menos célebre ser humano Manuel Vázquez (autor de Anacleto, Las Hermanas Gilda, La familia Cebolleta). En la cinta se ven representadas las oficinas de la Editorial Bruguera tal como eran en los años sesenta en Barcelona: mesas de pupitre en las que los dibujantes se quemaban las pestañas y la espalda, convenientemente situados frente al despacho del señor González, jerifalte supremo. (En la película se centraliza de forma conveniente la figura del malo en el señor Peláez, personaje inventado para la ocasión, y menciono esto exclusivamente para homenajear a Álex Angulo, que nos dejó el pasado mes de julio), pero las prácticas de esclavitud y humillación de los derechos del trabajador no son, por desgracia, ninguna invención. Bien, en cierto momento Manuel Vázquez entra en prisión (una anécdota como otra cualquiera en su turbulenta existencia) y no puede producir más Anacletos. Cuál es su sorpresa al ver que el último número de la revista DDT contiene nuevas aventuras de sus personajes, eso sí, abollados, mal dibujados y sin gracia. Furioso, Vázquez llama a Bruguera: “¡Pero cómo me habéis puesto unos negros a mí! ¡A mí, coño!”. Exacto, ni siquiera un tipo con la genialidad de Vázquez –dentro y fuera del trabajo- es insustituible. Bruguera recurre a su fondo de dibujantes y contrata a otros nuevos para que hagan el trabajo de Vázquez por un salario que discutiblemente podríamos calificar tan alto como “mínimo”. Al fin y al cabo, los niños no se dan cuenta, piensan. El arte en manos de empresarios, nada nuevo.


            Es por todos conocido el modus operandi de Bruguera en aquella época. Los dibujantes firmaban un contrato por el que sus personajes pasaban a ser propiedad de la editorial, así como los originales de las historietas. Se les pagaba por página, y se les exigía un alto número de páginas por semana, por lo que su trabajo era constante. Ocho horas de oficina para dibujar las ideas que pensaban en las dieciséis horas restantes, y así durante años. El espejo en el que se miraba la entonces creciente industria del cómic español eran los vecinos franceses. Francia ha sido siempre la vanguardia de la historieta (y me atrevería a decir “cultura” en general) y en los años sesenta estaban facturando obras maestras de forma constante. Uderzo y Goscinny lanzaban un álbum de Asterix cada año y Franquin hacía lo propio con Spirou. En Bélgica, el maestro Hergé, ya con un ritmo más relajado, se sacaba de la manga unos cada vez más impresionantes álbumes finales de Las aventuras de Tintín. Esta separación en años daba como resultado un acabado gráfico excelente, detallado, en los que los autores y ayudantes podían viajar al extranjero a documentarse sobre los países en los que iban a desarrollar nuevas historias. Ahora… ¿os imagináis estas condiciones de trabajo trasladadas a la España del franquismo?

            En Bruguera, cantidad era preferible a calidad. El número de revistas semanales en el mercado era proporcional a los ingresos, y esto era sinónimo de éxito editorial. Para mantener esta línea de publicación, los dibujantes eran desmoralizados consecuentemente. Si una semana no podían entregar sus páginas, se editaría una historieta de archivo por la que no verían ni un duro en concepto de royalties. Los originales eran literalmente destruidos delante de sus narices, en aquella misma oficina, cuando los archivos requerían de espacio para nuevas páginas. Y si andaban faltos de ideas, numerosas revistas de cómic francés les eran suministradas para que se “inspirasen” si les hacía falta. El propio Ibáñez reconoce su admiración por Franquin como podéis comprobar aquí. Ojo, no estoy condenando los plagios del autor español (son más que evidentes, y admitidos) como algo punible, ya que dadas las circunstancias de trabajo a las que eran sometidos, lo encuentro de lo más justificable. Al fin y al cabo, el humor es universal y la gracia del chiste reside en la forma de contarlo de cada humorista. Que ahora sale cada uno contando en la tele lo que se lee en Twitter y nadie se indigna. Aunque, si yo fuese francés - Dios me libre - y seguidor de las aventuras de Spirou, probablemente mi opinión de Ibáñez fuese muy distinta...


            Tras unas encuestas de popularidad entre los lectores en los que Mortadelo arrasó con todo lo que hubiese existido alguna vez en la Tierra, el nuevo plan de Bruguera era tan meditado como brutal: saturar el mercado de Mortadelo. A las revistas ya existentes se sumaron las nuevas publicaciones “Mortadelo” y “SuperMortadelo” (posteriormente se haría lo supermismo con Zipi y Zape y Sacarino). Ibáñez era, lejos de toda duda, un absoluto fuera de serie del dibujo y el guión, capaz de entregar las veinte páginas semanales y todas de gran calidad. Eran tiempos que empezaron con las historietas en blanco y negro de una página en las que Mortadelo llevaba bombín, Filemón llevaba americana, y el final era invariablemente una persecución con nuestros héroes corriendo siempre “pa’l mismo lao”. 1969 es la época de “El sulfato atómico”, la primera historia larga que dibujó Ibáñez, la más europea, la favorita de gran parte del público y una de las pocas que con toda seguridad entintó. Realizar un álbum de esta envergadura (guión, lápices y tintas) es una tarea titánica.


 A partir de entonces se sucedieron las historias largas de Mortadelo, e Ibáñez estaba desbordado de trabajo. Para asegurarse su ración de páginas semanales, Bruguera puso al fallecido Bernet Toledano (autor de Altamiro de la Cueva) a dibujar historias adicionales de Mortadelo, dando así inicio a “los apócrifos”. Así pues, Toledano tiene el dudoso honor de ser el primer negro en dibujar Mortadelos, eso sí, totalmente a las espaldas de Francisco Ibáñez, que bastante trabajo tenía ya. Esta práctica se sucedería, al menos, con los entintadores (Bruguera puso trabajadores adicionales a entintar las páginas para aliviar un poco a sus dibujantes y que pudiesen facturar aun más viñetas) hasta que en 1973 nace el Bruguera Equip. Este grupo, dirigido por Blas Sanchís y Toni Bancells, se dedicaba a facturar Mortadelos en serie, portadas incluidas. Aunque muchas veces aportaban sus propios guiones, la ardua tarea de dibujar a los personajes requirió la confección de una máquina de calcar casera con la que dibujaban más fácilmente, manteniendo las proporciones de la viñeta (y sí… tenían a su disposición todos los ejemplares de Mortadelo disponibles para calcar posturas, expresiones y lo que hiciera falta).

            Seguramente, el más talentoso de estos negros fuese Ramón Casanyes. La increíble historia de este autor – que él mismo publica aquí – nos relata la desgarradora realidad que era trabajar para Bruguera en calidad de negro de Ibáñez. Llegó a contratar más negros a los que pagaba de su propio bolsillo –que ya de por sí era algo precario – para enseñarles el oficio y poder facturar las infinitas páginas requeridas semanalmente. Suya es la famosa anécdota en la que fue a solicitar espacio en la revista para publicar un personaje de su propia creación, obteniendo como respuesta: “4 páginas semanales de Mortadelo y Filemón,2 de Pepe Gotera y Otilio, 2 de Rompetechos,1 del botones Sacarino,1 del 13, Rúe del Percebe y, si tenía tiempo, una página de un personaje propio”. Casanyes dibujó y enseñó a dibujar Mortadelos de 1975 a 1982, año en que la suspensión de pagos de Bruguera provocase la fuga de muchos de los dibujantes y el posterior cese de negocio. Él mismo comenta que Ibáñez tenía, en este período, constancia de lo que se estaba haciendo con sus personajes, y que al principio se dedicaba a revisar y corregir los guiones que se le presentaban. Luego esto acabaría convirtiéndose en una tarea adicional a añadir a la sobrecarga de trabajo, y no tuvo más remedio que confiar ciegamente en la labor del Bruguera Equip. Al fin y al cabo, no tenía ningún derecho legal sobre esos personajes.



            Quiero rescatar otra “anécdota” del texto de Casanyes en la que dice que tuvo acceso a unos originales de “El sulfato atómico” en los que Ibáñez había optado por diseñar unos Mortadelo y Filemón diferentes, más modernos, que la editorial no aceptó. Señala el hecho de que las páginas estuviesen hechas a cuatro tiras, a la medida de Europa (en aquel entonces trabajaban a cinco y antes lo hacían a seis o más). En seis tiras en las que tienen que aparecer los personajes casi a cada rato, no hay espacio para el desarrollo de fondos en profundidad. El suelo es la propia viñeta. En cambio, con cuatro tiras se abre un abanico de posibilidades muy interesante de dibujar, permitiendo planos con perspectiva y detalles. El elaborado diseño de Mortadelo y Filemón, las arrugas de sus trajes, las heridas persistentes (normalmente los chichones les duran hasta la viñeta siguiente), la relativa seriedad de la trama… todo esto hace de “El sulfato” un álbum a la altura de lo que se hacía en Francia. Quién sabe el rumbo que habrían tomado nuestros agentes de haberse permitido esa línea artística. Quizá, en vez de trescientos álbumes de golpes y persecuciones, tendríamos algo que compararíamos orgullosos con Astérix. ¿Hubiéramos preferido esto? La curiosidad es notable, pero quizá no fuese (ni sea) el país adecuado para cómics de esa madurez. Creo sinceramente que las “historietas” funcionan mucho mejor aquí. El debate de si la escuela que sentó Ibáñez podría haber dado más de sí (recuerden, cantidad frente a calidad) es interesante, pero estéril. Y el propio dibujante, que en el tiempo que le llevó hacer “El sulfato atómico” podía haber hecho tres álbumes normales, lo tiene claro.

            Probablemente todos recordamos leer aquellos Mortadelos tan raros, de dibujos sin alma, expresiones poco acertadas y guiones que parecían reciclados. Para muestra:


Esa primera tira de cinco viñetas con Filemón en el centro de la imagen y apenas fondo no es muy típica de Ibáñez. Por no mencionar la extrañeza de la cuarta viñeta, muy poco creíble. Él gustaba de iniciar la tira con una viñeta larga, con detalles de escenario y otra más corta para cerrar la primera tira. No quiere decir que deba ser siempre así, pero las diferencias son evidentes. En Internet encontramos investigadores que han efectuado una lista de las historias apócrifas que supera el millar. Su objetivo es descubrir la autoría de cada una de ellas, y no es tarea fácil (enlace). Dado que los originales fueron destruidos y fuera de toda reedición posible, estos aficionados luchan porque se reconozca a estos dibujantes que tantos Mortadelos dibujaron y por los que nunca vieron el menor agradecimiento. Puede que muchas de esas páginas puedan tildarse de basura, pero entre esos negros figuran ilustres de nuestra historieta como Jesús de Cos, Martínez Osete, Juan Manuel Muñoz (que es, desde hace cerca de veinticinco años, el ayudante personal de Ibáñez con todo lo que esto implica…) y el propio Ramón Casanyes. El talento de este autor es tal que es el único que tiene una aventura larga editada en formato Olé por Ediciones B, después de la desaparición de casi todos los apócrifos originales. Esta historia no es otra que “El caso de los párvulos”, un clásico de mi biblioteca, la cual consideraba especial porque era muy diferente. Mortadelo y Filemón discuten bastante menos de lo habitual, y el dibujo es notablemente distinto. Como curiosidad, la portada del álbum si es de Ibáñez, pero no guarda relación con la temática de la historia, lo cual me lleva a pensar que eligieron una ilustración al azar para ello. Ahora no las tengo a mano para comprobarlo, pero juraría que otras historias cortas relacionadas con un lapicero que corta toda superficie sobre la que dibuja también es del mismo autor. Conocida es su parodia “Mortalelo” en una revista para adultos. El nivel gráfico es excelente, el contenido puede herir sensibilidades. Como curiosidad es necesaria, eso sí. Advertidos estáis. Clic.



            Al principio de este artículo hablaba de que la colección Olé empezó con historias que nadie pondría al nivel de las mejores de la saga. Esto sucedía cuando Ibáñez retomaba el control sobre sus personajes después de irse de Bruguera enfadado. Durante años publicó en Grijalbo pero sin poder dibujar Mortadelos, por lo que se sacó de la manga personajes como “Tete Cohete”, “Chicha, Tato y Clodoveo” y “7 Rebolling Street”, que no era más que una reinvención de 13 Rue del Percebe a doble página y la mitad de acierto. Finalmente, tras años de pleitos, el autor volvió a lo que entonces ya era Ediciones B, cuya edición en Olé coincidió con mis seis años y mi nueva madurez lectora. “Armas con bicho” fue el primer álbum que entró en casa con ese formato, y posteriormente “El Candidato”, “El huerto siniestro”, “Los que volvieron de allá”, etc. Por varios testimonios recogidos por los mencionados investigadores de Internet (esta es una web muy completa al respecto), podemos afirmar que la labor de Ibáñez en esas historias fue grabar a viva voz los guiones en una cinta, que posteriormente serían transcritos para ser dibujados y entintados por Juan Manuel Muñoz (si, el negro que lleva con él desde entonces). A falta de una relectura necesaria tras unos cuantos años, estaría en disposición de afirmar a partir de qué número volvió Ibáñez a implicarse en el dibujo, pero me pilla un tanto lejos. Os animo a que cojáis vuestros viejos tomos y los miréis. Si tenéis ediciones de los años ochenta, mejor. A ver si identificáis los apócrifos. Y si no, no importa, coged el primer Mortadelo que tengáis a mano y echáos unas risas. Es lo que hemos hecho siempre, sin preocuparnos de cosas como las que me tienen escribiendo esto. Empiezo a experimentar un dolor en la columna que me retrotrae a los tiempos de Ibáñez en Bruguera…

            Porque, a fin de cuentas, con negros o sin ellos, con plagios a Franquin o sin ellos, Don Francisco es un dibujante genuino, sin duda el más importante de la historia de España. El marcó una línea a seguir y lleva cincuenta años haciéndonos reír. Se le pueden achacar muchas cosas a sus Mortadelos, pero jamás poner en duda su talento. Talento y trabajo duro es todo lo que hace falta, y este hombre se quemó bastante las pestañas para sacar adelante una saga irrepetible. Y el tío sigue vivo. “Cometió la heroicidad de nacer en 1936…” y sigue vivo. Y no tiene una estatua. Espejo del país que nos ha tocado. Bueno, vale, una sí que tiene (y como esta viñeta siga siendo igual de profética, pronto la tendrá…)




            Me pasé los años noventa leyendo Mortadelos, que compaginaba con Caballeros del Zodíaco hasta que me cortaron el grifo a falta de dos números para el fin de la serialización en España (Se retomaría varios larguísimos e interminables años después), Astérix y Tintín, éste último ya a finales de década y con un nivel de madurez lectora envidiable. Ediciones B dejó de editar revistas de la escuela Bruguera, cerró la línea y despidió a todos los dibujantes salvo a nuestro Ibáñez y el ilustre Jan, a los que sigue editando sus historietas (aunque un servidor lleve media vida sin echarle un ojo a las nuevas). Ocuparon el vacío los cómics de Los Simpson y los personajes de la Warner. Tengo muchísimos Olés Simpson de la época del cambio de siglo, y hay verdaderas joyas ocultas en ellos, pero a nivel historietil, la pérdida fue irremplazable. Y entonces no me importó, porque mi madurez había alcanzado cotas insospechadas ya, y leer Mortadelos era de niños pequeños. O cuando no te veía nadie, que viene a ser lo mismo. La enésima relectura de uno de estos tebeos acarreaba el peligrosísimo riesgo de pasárselo bien e, incluso para los más temerarios, alcanzar una felicidad efímera recordando otros tiempos menos complicados. Con un Mortadelo en las manos siempre se vivía al límite.
No sólo te enseñaban a reir, también te inculcaban el gusto por la lectura y el dibujo. 


Esta ilustración la hizo mi padre. Es un Ibáñez aficionado, pero casi exacto, realizado con tiempo y dedicación. Incluso la paleta de colores, pese a ser lápices Alpino de toda la vida, es la adecuada. Se podría decir que es una copia, pero es que no es difícil copiar un Mortadelo. Yo mismo lo hacía con resultados más o menos pasables. Lo que no se puede imitar es el sentido del humor tan único que tiene este hombre, y así debe ser. Por muchos aniversarios más, Don Francisco. No se muera usted nunca. 


5 comentarios:

  1. Sabía algo que Bruguera utilizaba a "negros" para publicar la mayor cantidad de obras posibles sobre un personaje, pero no que rozara el esclavismo puro y duro. Gran artículo, felicidades.
    PD: Me ha entrado un momento nostalgia que no veas leyendo el artículo.

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  2. Vaya tesis que te has marcado, primo. Enhorabuena

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  3. Me ha encantado el artículo. Los datos me daban un poco igual porque ya los conocía, ¡pero con qué cariño lo has escrito! Y más importante, dejas la reflexión que creo que es clave en todo este asunto del negrismo y los plagios franquinianos: ¿qué más da todo si Ibáñez es un grandísimo dibujante? Los negros nunca empañarán la reputación de Ibáñez porque su obra es imposible de confundir con la del maestro, y con lo de la imitación del estilo francobelga lo único que queda claro es que Ibáñez era capaz de adaptarse a cualquier estilo ajeno que no había tocado en la vida, y lo hacía como si llevara veinte años dibujando así. ¿O es que alguien sería capaz de adivinar que el Sulfato es el primer intento de Ibáñez de copiar el estilo francobelga? Ni de coña, oiga. Ni-de-co-ña. Plagio sí, plagio no, no hay mejor prueba de el talento monstruoso del viejo Paco.

    Un poco de spam: yo también buceé un poco en su día en el tema del negrismo en la obra de Ibáñez. De pasada, pero era inevitable mencionarlo en un repaso como el que hice: http://roseistheword.wordpress.com/2012/11/28/la-evolucion-grafica-de-mortadelo-y-filemon/

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  4. Solo quería mencionar qué, el amigo de 1º de EGB soy yo jaja, grandioso recuerdo sin duda. Si me lees Carlos, un saludo de David.

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    1. Qué alegría, David! Espero que todo te esté yendo bien casi 30 años después.

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