domingo, 25 de enero de 2015

Noir

De acuerdo.
Estaba enfangado hasta los codos en el caso, me costaba avanzar y no podía sentirme más pletórico. Estar en la escena del crimen siempre me ponía eufórico. Demonios, si me hubiesen preguntado hubiera dicho que iba a escribir la gran novela americana.
-          Camus. – Mi compañero me tocó el hombro. – Camus, o te decides ya o nos
volvemos a la oficina. – Me instó en un susurro.
-          Cállate, Dick. – Mascullé entre dientes. – Dame sólo un minuto más.
Sentí farfullar a Dick. Era natural, teníamos dos cuerpos ensangrentados en el salón de la mansión de la familia Haybrook y un ama de llaves con los ojos como dos lunas llenas completamente inexpresiva. El resto de familiares sobrevivientes a la tragedia también estaba allí: los hijos, los sobrinos, los tíos, los padres. No había sido más que una cena familiar entre aristócratas trasnochados que terminó con el gran patriarca y su nueva esposa apuñalados hasta el aburrimiento. Me parecían pocas víctimas.
            - ¿A qué juega, detective? – Exclamó el hombre de más edad. El principal heredero, y para cualquiera, el principal sospechoso. - ¿Va a buscar al asesino o se va a quedar mirándonos?
            No le presté atención. Leí el cartel sobre su cabeza: “Inocente”. No era mi hombre. Me llevé la mano al pecho y palpé lo que allí tenía incrustado bajo la camisa. Dolía, pero era necesario. De esa forma, pude leer los carteles sobre todas las cabezas. Sólo había dos culpables. Cuando se trata de fratricidio entre ricos, no me da ninguna pena. Me encantaría poder encerrarlos a todos.
-          Dick. – Ordené a mi compañero. – Arresta al ama de llaves.
Todos los presentes contuvieron el aliento.
-          Y al hijo pequeño. – Añadí. – Nos vemos en comisaría.
Escuché gritos, lloros y forcejeos mientras me daba la vuelta. Dick y la patrulla especial se encargarían del asunto, así que me fui a casa. Odiaba mi trabajo.

Estrellé una de mis botas contra la pared.
-          ¡BASTA DE RUIDOS, HARVEY! – Grité, totalmente descontrolado. - ¡TE JURO QUE TIRO LA MALDITA PARED ABAJO!
Vivía en la última planta de un cuchitril infernal y tenía que mantener a raya a los tarados que se atrevían a sobrevivir. A veces deseaba que cometieran algún crimen estúpido y terrible para poder encerrarlos y que me dejasen en paz, pero no tenía suerte. Y eso que yo era el mejor detective de la ciudad.
El piso en el que languidecía a velocidad de vértigo me desgastaba tanto como un caso o una mujer. Incluso Kath. Ni el long-play radiando música clásica a todo trapo aminoraba los efectos. Me froté los ojos porque me cansaba ver tanta destrucción cotidiana. Entonces, sucedió lo que buscaba: el gigantón ruidoso de Harvey llamó a la puerta. Para ser exactos, la tiró abajo. No era una puerta demasiado buena ni él un tipo especialmente delicado. Lo confronté.
-          Ya me tienes harto. – Gruñó mi vecino de aspecto patibulario.
-          Llegas justo a tiempo. – Respondí, subiéndome las mangas. Tuve tiempo de leer el
cartel sobre su cabeza: “Golpe a la cabeza con el brazo derecho”, pero no de esquivarlo. Encajé el puñetazo, claro. Debo decir, en mi defensa, que yo tampoco era manco. Nos metimos en faena.

            Me tambaleaba en plena calle y no había bebido, pero las pintas eran mucho peores. Sangraba por varios sitios y no dejaba de llevarme la mano al pecho. Harvey me había dado bien, pero yo le había incrustado la cabeza contra mi ventana y ahora tenía que comprarme una nueva. Si el gigantón seguía con vida, podríamos decir que se había llevado el combate, porque lo que me había hecho podía arruinar mi existencia. Antes de desmayarme, conseguí llegar a la puerta de la casa de Kath. Toqué el timbre y me desplomé en el rellano, dejando una marca de sangre como saludo.

-          Camus. – La voz de Kath entonaba mi nombre como la mejor de los cantantes.
Maldita diosa de la humanidad. Afrodita, Venus y Atenea sólo servían para limpiarle los zapatos y el lugar en el que eso me dejaba a mí no aparecía en ningún tratado de mitología. Me devolvió a la vida una vez más.
-          Camus, no creo que vayas a salir de ésta.
Me había tendido en su sofá y me curaba las heridas. Me había incluso vendado el sangrante agujero en el pecho. Lo palpé con la mano. Ahí faltaba algo.
-          ¿Dónde está? – Pregunté. – Vuelve a ponerlo.
-          Si vuelvo a poner el cristal acabará contigo. Piénsalo bien, por una vez.
Demonios, me costaba verla incluso entornando los ojos. No cabía duda de que estaba en lo cierto. Sentía como mi cuerpo se difuminaba. Daba igual. Siempre hay que seguir.
-          Pues sea.
La aparté con una fuerza ridícula y me puse en pie. Me costaba horrores caminar. Me apoyé en la mesa, tiré lo que había encima, no me importó. Tenía que seguir.
-          Segunda puerta a la derecha. – Murmuró Kath. – Ya lo sabes.
Era la Santísima Trinidad entera en un metro setenta. Y además rubia. No era ni medio normal lo que la podía querer.
-          Todavía quedan unos pocos. Que te aprovechen. – Fue lo último que le escuché.
Encontré la habitación de los espejos, me reflejé en todos, pero no con la brillantez de antaño. No importa, me repetí, siempre hay que seguir. Con el puño cerrado reventé el que necesitaba y perdimos los dos. La mano sanguinolenta agarró un puñado de cristales y me encajé el más grande en el agujero de mi pecho.

Desayuné una lata de alubias Heinz fría con una cuchara de café y no podía sentirme
más miserable. Dick entró en el despacho, vio el panorama y colgó el abrigo y el sombrero.
-          Casi que no te voy a preguntar nada.
Gesticulé; no podía hablar con la boca llena de Heinz. Me informó del orden del
día: Horace Haybrook, pues ese era el espantoso nombre del heredero de nuestro asunto fratricida, iba a presentarse en la oficina para entrevistarse con nosotros. Teníamos a su hijo en el calabozo, así como al ama de llaves más catatónica que uno se podía imaginar. La señora no había hablado. El hijo, al que le habían puesto el no menos espantoso nombre de Otis (¡OTIS!) Haybrook, se había estado comportando como una auténtica nenaza. Lloraba, no hacía ninguna declaración y decía que quería ver a su padre. Era un caso delicado, pues estaba acusado de matar a su abuelo y a la nueva esposa de éste. En condiciones normales me moriría de ganas de empezar. Pero por desgracia, no lo eran.
            Cuando terminé las alubias me levanté.
-          ¿A dónde crees que vas? – Preguntó Dick. 
-          Lo siento, Dick. Ya hice lo que tenía que hacer. – Repuse. – El hijo es culpable, y el
ama de llaves también. El padre es inocente. Seguramente no sea un santo, pero no se ha cargado al viejo. Ya sabes como funciono en estos casos, leo su cartel y punto. Tu trabajo es descubrir el “cómo” sucedió.
-          Eres un malnacido, Camus.
-          Sí. – Me puse el abrigo. – Tengo un asunto muy feo en casa. Te veo luego.

Pocas veces me sentí más estúpido como irrumpiendo en mi propio piso, ahora
también escena de una brutal pelea, justo cuando la policía local estaba investigando el asunto. No engañaba a nadie: todos allí me conocían y sabían que vivía allí, y las vendas sobre mi ya patética figura confirmó sus sospechas. Cuatro policías más el forense que estaba examinando el corpachón de Harvey, con la cabeza clavada en la ventana. Los letreros sobre sus cabezas no ofrecían dudas: me consideraban “CULPABLE” en grandes letras rojas.
-          Quédate quieto un segundo, Camus. – Dijo el que parecía el líder.
-          Sin problema, agente. – Dije. – Tan sólo permitan que me ajuste la corbata.
Me coloqué delante del espejo grande del recibidor, haciendo como que me arreglaba.
Dos de ellos empezaron la aproximación. Tarde, estaba frente a mi punto de fuga. Me palpé el cristal del pecho, chasqueé los dedos y salté contra el espejo, listo para aterrizar en casa de Kath.
            Mi reflejo y yo nos partimos en mil pedazos; el golpe fue descomunal, la reacción de los policías también, y la magia había dejado de funcionar en el peor momento. No me acuerdo de más.

            Naturalmente, Otis Haybrook no fue a juicio. Conmigo fuera del caso, su adinerado padre se encargó de mover los hilos pertinentes. No así con la pobre ama de llaves, que aguardaba en la celda el momento de encarar la vista. Lo sé muy bien: compartíamos la única celda doble del calabozo.
            Desconozco el arreglo al que llegaron padre e hijo Haybrook, pero seguro que la cuantiosa herencia del finado tuvo algo que ver. No era ya asunto mío lo que tratasen esos aristócratas: les deseaba lo peor, pero tampoco es que quedase mucho de mí. El golpe contra el espejo me había tenido vendado como una momia por semanas. Las heridas terminaron de curarse tan solo dos días antes de mi vista. Era una ciudad pequeña: celebraban ambas vistas la misma mañana. Primero mi caso, luego el asunto Haybrook.
            Vino a verme mi ex – compañero Dick. Ahora era el detective en jefe, pero no tenía cristales mágicos para leer la mente a los sospechosos, así que resolvía sus pesquisas trabajando duro. Me alegré por él, se lo había ganado. Adiós, Dick.
            Vino a verme Kath y de mí ya casi no quedaba nada. Me habían quitado el último cristal mientras me arreglaban en el hospital, así que sin ello me estaba consumiendo. No pasaba nada, era normal. Todos los reflejos se desvanecen y a mí ya me iba tocando. Cuando los espejos ya no te obedecen, hay que irse retirando. Dejando espacio para los demás. Dios santo, cuánto la amaba. Se lo dije, o al menos lo intenté. Ella no necesitaba espejos para verse guapa.
-          …ath… o… e…. amo…
-          Tranquilo, Camus. – Asentía ella en su mayúscula perfección. – No hables o te desgastarás más rápido.
Dijo que iba a dejar la ciudad, que iba a probar suerte en una más grande. Claro que sí,
pensé. Era de lo más injusto que semejante milagro de persona tuviera que quedarse confinada en este rincón del infierno. Por supuesto que traté de decírselo, pero era particularmente difícil y desistí.
-          Cuide de él. – Le rogó Kath al ama de llaves, que observaba silenciosamente en la
litera. No había dicho una palabra en las semanas que llevábamos allí. – Ya sé que probablemente no quiera, ya que al fin y al cabo usted está aquí por su culpa. Así que… bueno, en fin, mejor no digo nada. – Terminó su alegato sonriendo. – Dejaré esto aquí para que se entretengan con algo, al menos. – Era un pequeño regalo envuelto.
-          …ath…
Me revolvió el pelo. Fue algo maravilloso.
-          Sí, Camus. Yo también.
Se fue flotando como las musas y decidí dormir hasta el día del juicio final.

Así fue: me despertaron los guardias que iban a llevarme al juzgado. Vale, maté a Harvey, pero alguien tenía que hacerlo, pensé en decirle al juez. Buen intento, Camus. Me dieron 5 minutos para vestirme y salieron al pasillo a fumar mientras me esperaban.
            Grité asombrado al incorporarme. Ya no era una sombra, había recobrado el físico y la fuerza. ¿Pero cómo?
            El regalo de Kath. El ama de llaves lo había colocado bajo mi almohada. Era, por supuesto, un pequeño espejo de mano. Qué lista eres, demonios. Te amo a muerte.
            La mujer catatónica me miró por primera vez. Imploraba algo con aquellos enormes ojos.
Asentí. Me senté junto a ella y la rodeé con el brazo. Coloqué el espejo junto a
nosotros. Era un punto de fuga muy pequeño y probablemente uno de los dos no lo conseguiría, pero era lo mínimo que podía hacer.
-          ¡Eh, Camus! ¡Más vale que estés listo! – Gritaron los guardias.
-          Ya lo creo. – Respondí. Apreté firmemente su hombro.
“Te quiero, Kath.”

Chasqueé los dedos.

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