miércoles, 25 de febrero de 2015

La banda de Caronte

Había una ristra de pollas colgando de lado a lado de la pared, ondeando en el aire. La habitación, desde luego, no mejoraba con el adorno, que además estaba llenando el suelo de gotas de sangre y semen. Habíamos dejado los testículos porque era más fácil meter el cable a través de cada uno. Así, además, las pollas se balanceaban cada vez que uno de nosotros tocaba el cable. El hombre sentado en la mesa del despacho se agitaba horrorizado cada vez que algo goteaba de la polla que colgaba sobre su cabeza. No podíamos culparle. 
- Bueno, señor Higgins. - Dije. - Esto es lo que queda de sus lugartenientes. De todos ellos. Uh... - Dudé y miré atrás. - ¿Es así, Tom?
- No del todo. - Respondió Tom, que se estaba quitando los restos de comida de los dientes con su cuchillo de trabajo. - Hemos guardado las cabezas para otra cosa. 
- Los brazos y las piernas las tiene la perrera municipal. - Añadió Phemus. Lo llamábamos así por el cíclope Polifemo, ya que era grandote, tuerto y feo como un pecado. Nuestro hombre fuerte del grupo.
- Y los torsos los hemos puesto en los escaparates de las tiendas de ropa de la calle Oxford. - Concluyó Johnny. Era el benjamín de la banda, pero a sus diecisiete hacía algunas cosas que ninguno nos habíamos planteado nunca.
- Gracias, chicos. 
Miré a Higgins antes de continuar. Todavía no le habíamos hecho nada (físicamente) y ya se había ensuciado encima. Gimoteaba patéticamente para un hombre de su edad. Una espesa gota de sangre le goteó justamente entonces, acertando en el centro de la calva. Solté una carcajada.
- ¡Diana!
Los chicos rieron hoscamente. Eran tipos duros y no les gustaba mucho mostrar sus emociones en público. Al menos, no cuando ese público aun estuviese vivo al cien por cien. Y Higgins lo estaba, oh sí. Iba a estarlo por mucho más tiempo del que le gustaría.
- Bueno, señor. - Empecé otra vez. - No quiero insultar a su inteligencia. Su negocio de porno adolescente se termina hoy mismo. - Señalé las pollas. - Si no quiere acabar como sus colaboradores, díganos donde está el dinero. Somos la banda de Caronte y sabemos como llevarle al infierno. Es más, podemos traerlo aquí.
Higgins lloraba y no decía nada.
- Déjame a mí, Caronte. - Gruñó Phemus. Tenía su bastón de empuñadora de oro y movía compulsivamente las manos a lo largo del mismo, como si tratase de masturbarlo. Probablemente lo hacía. 
- Relájate, Phemus, - Le dijo Tom. Ahora usaba el cuchillo para quitarse la suciedad de las uñas . - Si te lo dejamos a ti, nos quedamos sin nada.
-  Es cierto, Phemus. - Dije. - Lo quiero vivo. Vivo. ¿Entiendes?
Phemus gruñó y se abalanzó sobre Higgins.
Les dí un encargo a Tom y Johnny, que abandonaron la estancia, y me apoyé en la pared a mirar el espectáculo. Después de desfigurar al viejo a bastonazos, Phemus le obligó a hacerle una felación. Y no se trataba de un asunto de poca monta. Al cabo de un rato, el cíclope lanzó un alarido mientras eyaculaba violenta y profusamente en la garganta de Higgins. Lo dejó libre de un violento empujón, no sin antes pegarle con la polla en lo que quedaba de la cara, y el hijo de puta que se había hecho rico filmando porno de colegialas se desplomó en la silla.
- ¡Vivo, Phemus! - Grité a su espalda. El gigantón se dio la vuelta jadeando, con el grotesco miembro colgando enrojecido. Tenía la entrepierna manchada de sangre de Higgins. Se lo guardó y se subió la cremallera. El bulto, aun cubierto, palpitaba como un corazón henchido de amor. Phemus lloraba por su único ojo.
- Quiero que nos quedemos aquí. - Susurró. - Me he enamorado. 
Meneé la cabeza, decepcionado. - Siempre pasa lo mismo. - Dije.

Las cabezas cortadas las usábamos como alivio cómico que frotar contra la entrepierna de las actrices cuando nos cansábamos de hacerlo nosotros. Tom las conservaba en hielo, de forma que no se estropeaban y el frío contacto de los dientes en los sexos estremecía a las chicas. Después del primer día, cuando comprendieron como iba a ser, se reían. Lo aceptaron de buen grado. Al haberlas liberado del cautiverio obligado de rodar porno las 24 horas, de ser violadas y humilladas por Higgins y su colección de efebos que Tom había despedazado alegremente, las chicas estaban todo el día riendo. La mansión nos había acogido y el amor florecía en el infierno. Porque eso es lo que era y lo que sería siempre. Si no, unos tipos como nosotros jamás hubiéramos terminado allí, a las afueras de Londres, en un rincón tan oscuro al que ni siquiera Nabokov se habría aventurado a ir por muchos sexos de Dolores que saborear. Si le dejaban. A nosotros nos dejaban.

Antes de comprometerse en segundas nupcias y contra su voluntad con nuestro querido cíclope, Higgins tenía un romance más o menos consentido con la más exhuberante de las chicas, Dafne, de unos diecinueve años. Se trataba de una rubia voluptuosa de labios carnosos que se paseaba por la mansión completamente desnuda a excepción de unos tacones afilados que, sospecho, eran parte importante de las fantasías de su esposo. Lo de pasearse desnuda, según me confesó la primera vez que hablamos, empezó como una imposición de Higgins, pero se habituó y lo hacía por pura iniciativa. El resto de chicas estaban retenidas contra su voluntad y vestían harapos cuando no estaban trabajando, así que Dafne elegía la desnudez como muestra de voluntad. Todos salían ganando. La noticia de que su esposo había contraído matrimonio con Phemus la llenó de gozo, ya que lo odiaba secretamente, así que exhibirse ante lo que quedaba de él mientras nuestro cíclope lo reducía aun más se convirtió en su principal afición. Habiendo establecido la sede de operaciones de nuestra banda en la mansión, empecé a pasar mucho tiempo con ella. Tom tenía mucho trabajo con su cuchillo y los clientes despistados que seguían llegando en busca de azúcar, así que no representaba un obstáculo. Johnny sí lo era. Además de joven, era razonablemente atractivo y muy hábil con cualquier cosa que se propusiese. Comencé a verlo como un posible rival, así que lo envié a la ciudad como nuestro hombre de confianza, a resolver los encargos que se nos ofrecían. Él podía con ello. Además, necesitábamos beneficios rápidos, ya que de la mansión sólo sacábamos amor y la despensa se estaba acabando.

Dafne me comía la boca como si estuviese naufragando en el mar y mi lengua fuese una cuerda colgando del cielo que la salvase. Me costaba respirar, así que dejé de esforzarme en el beso y dejé que lo hiciese todo ella. Me metió la mano por dentro del pantalón y la abracé con fuerza. Su descomunal culo se agitaba desnudo ante el ojo derecho de Higgins. Phemus le había sacado el izquierdo porque, supongo, se sentía solo o formaba parte de un extraño fetichismo del que no quise saber nada. También lo era tirarme a Dafne delante del viejo. Fue idea de la chica, en principio, y yo me mostré de acuerdo. A Phemus no le importaba, que había hecho del despacho su vivienda y hacía semanas que no se vestía ni lavaba. El viejo estaba sentado, también desnudo, sobre la enorme cintura del cíclope. No emitía ningún sonido, ni tampoco solía moverse. No quise preguntar, pero dudo que pudiera. Nadie había descolgado las pollas que colgaban del techo, más que podridas. Éramos una panda de locos... 
Cogí el culo de Dafne con fuerza mientras ella me guiaba a su interior. Como cada día. Cada pocas horas. Nunca se acababa hasta que se acabó.

El cartero trajo el pie derecho de Johnny envuelto en algodón dentro de una caja envuelta en papel de regalo. La respuesta de Tom, que fue el que abrió la puerta, fue abrir las tripas del pobre hombre en el rellano. Dudo que limpiase el cuchillo antes de su rutina de limpieza diaria. Últimamente no hablaba mucho con Phemus pese a todo el tiempo que compartíamos, así que tomé al descuartizador como mano derecha, no literalmente, y condujimos hasta Londres. Dejé a Dafne en la mansión porque no quería que corriese ningún peligro y, sobre todo, porque me había enamorado de ella y no quería verla vestida nunca más. Las chicas que ocasionalmente se nos unían en nuestro ritual serían ahora las privilegiadas de su boca.

Los torsos de los efebos de los que se ocupó Tom habían estado en los escaparates de las tiendas de ropa más caras de la calle más concurrida de Londres, como había dicho. Una de las bandas rivales se había ofendido, y ahora Johnny estaba cojo. Nos citamos a medianoche en el Soho. Allí nos plantamos los dos, yo empuñando una Thompson y Tom se bastaba con su cuchillo. Era rápido como el rayo. En un segundo os había follado tres veces, no necesariamente de forma sexual. El barrio asiático, tan sólo iluminado por las luces de colores, siempre me había parecido siniestro. Encontrarnos allí con la banda del Dragón era un suicidio, pero la banda de Caronte remábamos en el infierno y siempre llegábamos a puerto. Me hubiera gustado poder decir alguna vez: "No te preocupes, chico. Somos la banda de Caronte y nunca te dejaremos solo." Pero no éramos ese tipo de gente. Por desgracia para Johnny, cuando le vimos crucificado en un poste de luz, con el muñón de la pierna aun sangrante, amordazado y llorando, no éramos ese tipo de gente. La banda del Dragón eran decenas de chinos que nos acorralaron. Estaban en todas partes. En la acera, enfrente, detrás, en los flancos, dentro de los edificios apuntándonos con pistolas. Incluso en los tejados, con espadas y nunchakus, Jodidos chinos.
- ¿Qué queréis por dejar al chico con vida? - Pregunté. Hablar con centenares de ojos rasgados acechándote entre sombras es francamente difícil. Podía matar a veinte con una ráfaga de Tommy, y mi buen carnicero Tom podía liberar a Johnny y cargarlo al hombro mientras apuñala a unos cuantos amarillos. No sería la primera vez. Pero teníamos que salir vivos.
- Queremos la mansión, el dinero y a las chicas. - Dijo Li Tie, el capo o al menos uno de los jefes que estaba por allí.
Tom y yo nos miramos.
- Hecho. - Dije. - Os esperamos al amanecer allí. 
Tom caminó en silencio hasta Johnny, Todos los chinos locos por ver sangre lo miraban en silencio. 
- Lo siento, Tommy. - Gemí lastimeramente. Acribillé a mis dos amigos y el sonido fue una obra maestra atemporal. Cuando cayeron muertos, Li Tie se cebó a darles patadas. Dejé caer la Thompson al suelo. 
- No has vaciado el cargador. - Dijo el jefe, sin mirarme. - Tengo mucha morralla en la banda. Siéntete libre.
Me agaché tranquilamente, recogí la ametralladora y disparé contra unos cuantos, los que tenía más cerca. Cayeron diez. Todos los restantes me apuntaron con sus armas. Ahora sí dejé caer la mía.
- Dejadle ir. - Dijo Li Tie. - Se estaba comiendo a Johnny por el muñón de la pierna. 
- En realidad... - Dije. - Hay una cosa que me gustaría pedir.

Seis de la mañana en la mansión.
Dafne se me enroscaba encima de la mesa de Higgins. Él ya no estaba allí, porque Phemus y las chicas estaban librando una batalla campal contra cien jodidos chinos armados hasta los dientes en el jardín. Y no sabría decir quién iba ganando. Bueno, aparte de Dafne, que me follaba como si se fuera a acabar el mundo. Yo estaba desnudo, completamente, como calculaba iba a estar a partir de ahora. La tatuadora personal de Li Tie me había escrito el poema "GoRoHo (Cinco Picos Antiguos)" del poeta Li Bai. Tenía los caracteres entintados por todo mi cuerpo, así como el tatuaje de un dragón que me surcaba desde la espalda por el torso y finalizando en la polla. Y ese dragón no quería salir nunca de Dafne, así que seguimos follando en aquella mesa mientras la tatuadora daba los últimos retoques a las garras y las escamas y Li Tie nos miraba mientras se comía los restos de Johnny. Vivíamos en un mundo jodidamente loco.



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