Como todo el mundo sabrá, hay películas que valen por vidas enteras y hay filmografías por las que valdría la pena morir. También quedan por ahí algunas personas de las que se podría decir algo parecido, pero escasean. Debido a esto, el cine, las personas y el propio planeta en el que cohabitan, se encaminan hacia la total aniquilación. El enemigo, un ente malvado y poco espabilado del que no cabe descripción alguna, ha empeñado su escasa inteligencia en saquear las profecías de Ray Bradbury y se dedica a quemar películas de las de verdad, de las que importan. Un plan tan absurdo como eficaz, porque las hogueras de celuloide se extenderán por toda superficie del planeta, hermanando a los continentes en un nuevo mapa de fuego. Para derrocar a este analfabeto, el ejército de La Resistencia empleará la misma táctica de la novela de Bradbury y la adaptación de Truffaut: emplear sus soldados como hombres película que memoricen todas esas cintas que se están destruyendo. Estos rebeldes llevarán dentro decenas de vidas de cine que otros personajes vivieron y ellos, conscientes de la gravedad de la situación, tratarán de asimilar todas las que sean posibles, para que en un futuro quede alguien que las recuerde. Fijémonos tan sólo en dos de ellos, quizá los Adán y Eva del siglo XXX. Lejos de limitarse a memorizar, han vivido todas esas existencias ajenas en orden cronológico porque, en contra de muchas teorías, el cine es una sóla línea en la que coexisten millones de vidas y todas sirven a la misma deidad. Y quien quiera acabar con ello no se ha ganado el derecho a respirar.
Hay una ciudad que nace, se desarrolla y se construye al calor de los “Tiempos modernos”, como todas las grandes historias, en el momento clave de una época. Y cómo tal, serán los niños de un pequeño pueblo cercano los que combatan al mal, encarnado en la figura del predicador en “La noche del cazador”, un asesino de las sombras. Vencido el monstruo, pero no el germen, la niña huérfana (que ahora es conocida como “Lemora, un cuento sobrenatural”, emprende su viaje iniciático. Sortea criaturas verdes y vampiros a saltando de orfanatos a internados femeninos de sexualidad violentamente reprimida. Las estrictas profesoras organizarán una excursión al campo con motivo de un “Picnic en Hanging Rock”, donde las jóvenes, una vez concedida la gracia de quitarse los guantes en lo alto de la roca, desaparecerán para siempre. Quizá hayan sido víctimas de la bruja, ese horror gótico enraizado en el internado italiano de “Suspiria”. Y sí, esta oscura adolescencia está llena de monstruos que combatir. En la lejana Suecia, el niño de “Déjame entrar” aprende que los vampiros son reales, pero lo que habita dentro de las personas es mucho más peligroso. Nace la perversión que no se irá nunca. En Francia, ese mismo niño, convaleciente de “Un soplo al corazón” confunde el amor maternal con lo que no puede reprimir, al igual que le sucederá a la niña, ahora una peligrosa nínfula que responde al nombre de “Lolita”, en otro viaje por Estados Unidos cabalgando sobre la obsesión de su enamorado padrastro. Todo viaje es, en realidad, una huida, y la chica descarrilará su coche en Francia, buscando a ese chico sin saberlo para acabar encargada de los cuidados de “El unicornio”, oscuro e hinchado bajo el poder de la luna negra.
Será en París donde transcurra su lucha por encontrarse, ya presos de “El amor a los veinte años”, que ven representado en las películas que se hacen allí, tan lejos de conocerlo como locos por intentarlo. Habrá escarceos en la playa de “Cuento de verano”, durante el calor interminable, y carreras en la gran ciudad, saltando entre empleos de fin de semana y “Besos robados”. En la Francia de Boris Vian lucharán por primera vez por tomarse en serio el uno al otro bajo “La espuma de los días”. Las heridas de la guerra de otros acabará con sus tentativas, y ella se trasladará a Japón, ya con otro hombre y por una causa aun mayor, que en sus labios suena parecido a “Hiroshima, mon amour”. El hedor a carne podrida y muerte no la abandonará ni en Londres, sola, de nuevo con los demonios y sintiendo por los hombres nada más que una profunda y aterradora “Repulsión”. Mientras tanto, él, tras años de desenfreno, se quema en su propio infierno, en “El fuego fatuo”. Pero es pronto para morir todavía, porque incluso a las más macabras de las vidas alcanzan los milagros, de verdad. Se reencontrarán años después, cansados de todo menos el uno del otro, de nuevo en Francia justo “Antes del atardecer”. Porque realmente sólo funciona en espacios abiertos, paseando por ciudades europeas cuando hace buen tiempo. Pero funciona, Porque cuando él tiene que elegir un disco de entre los cientos que ella tiene en su apartamento, la chica sabe que elegirá el de Nina Simone. Y es un final lo bastante esperanzador para dejarlos tranquilos un tiempo, lejos de miradas, porque saben que puede ser su última oportunidad y París es la única ciudad donde a veces estas locuras acaban bien.
Pero este tipo de vidas, como las películas que valen la pena, no terminan nunca, y no es justo abandonarlos cuando viven su mayor crisis bajo cien amargas “Lunas de hiel”. Terminado el amor, él se dedicará a su otra pasión inculcada, que no es otra que indagar en las vidas de los otros, ahora como detective privado en Estados Unidos. Es la única forma que conoce con la que forzarse a pronunciar “Un largo adiós” tantas veces prolongado, investigando otros cuerpos y otros casos que le llevarán lejos, mil millas al oeste por una “Carretera perdida” preso del misterio de su propia existencia sin ella. Pero creo que es como en “El secreto de sus ojos”, un hombre puede cambiar cualquier cosa excepto su pasión. Y lo único que acabará encontrando es el desierto, para perderse y reaparecer solo y desmemoriado muchos años después sobre el árido terreno de París, pero no el de Francia que compartieron, sino “Paris, Texas”. Lo que le queda lo pasará interpretando el papel de “Harry Dean Stanton: Partly Fiction”, rememorando los mil papeles secundarios con los que se entrometió en otras vidas no tan importantes. Se acerca, poco a poco, el final. Lo sabe porque ahora puede ver a los ángeles de grandes alas recortadas arañando “El cielo sobre Berlín”. Quizá sea hora de intentarlo una última vez, por la redención. Y por la hora que es, sabe que ella sólo puede estar de nuevo en Japón, 45 años después del desastre, limando asperezas y extendiendo un puente a la reconciliación durante la “Rapsodia de Agosto”. Y allí se encuentran al fin, demasiado viejos y cansados, y se tumban abrazados mientras anochece, escuchando a las voces de la habitación contigua hablar de ellos y de sus vidas infinitas y apagarse, menguando al mismo tiempo que ellos, oscureciéndose cada vez más tenues en la ciudad donde todos cuentan millones de “Cuentos de Tokyo”. Y todavía no es muerte lo que espera, no es ni siquiera un final, no es nada en absoluto. Es solo la incertidumbre de si alguna vez alguien verá una película mejor que la que han vivido.