Son las dos de la
mañana, como casi siempre, y Solange hace las maletas. Es importante hacerlo a
esta hora, lejos del amanecer y con el riesgo de despertar al resto de
inquilinos. Es una buena venganza, ya que por las mañanas es ella la que sufre
los ruidos de la casa. Desde su estratégico rincón en el segundo piso, los
tiene a todos controlados. La rubia en la habitación contigua, estudiando en
silencio menos cuando saca la grabadora para escuchar al profesor de Medicina.
Luego se ríe a voces en la cocina con los demás pero no habla con Solange desde
el incidente, y la verdad es que no podría importar menos. Toda saliva que se
gasta sin ser compartida está muy mal empleada y no la vuelves a tener, piensa
Solange a veces. Todos hablan con la rubia, incluso el escocés del piso de
arriba. El escocés es bastante robusto y su habitación está justo encima de la
de Solange, pero es muy silencioso porque es tímido, casi depresivo y ha
atravesado rachas de alcoholismo que hicieron peligrar la seguridad de la casa.
A Solange no le cae mal porque a veces hablan de música y películas y pueden
ver algo en la tele cuando no están el resto de las chicas hablando en la sala.
Siempre están hablando. El escocés es el mejor de todo el piso, piensa, porque
nunca intenta ser algo que no es. No tiene complejos y no le importa pasarse la
tarde en el sofá sentado sobre un pedazo de mantequilla que jura y perjura no
saber como llegó allí, o volver del gimnasio con toneladas de comida basura que
no duda en mezclar a modo de cena imperial. Es la persona más natural de la
ciudad y Solange le respeta muchísimo. El resto de compañeros de piso no son
demasiado remarcables, por eso a Solange no le importa hacer ruido por las
noches. Todo tiene la relevancia que uno quiera darle.
Solange saca la
maleta al rellano y vuelve a meterse dentro de la habitación para adecentarla
un poco. La cama está siempre deshecha porque no hay mucho más espacio, así que
se ha apañado un escritorio al lado de la misma con el ordenador encima. Allí
ha pasado gran parte del último medio año. Muchas de las mejores horas fueron
con Gonzague, además de las más bonitas e interminables. Casi todas esas horas
fueron buenas, pero ahora Gonzague ya no está y no queda en Dublín una razón
para que Solange se quede más tiempo de lo debido. Se despide acariciando con
una sonrisa las arrugas de las sábanas y piensa que todo lo que se quedó allí
ya no se lo pueden quitar, ni tampoco se lo pueden quitar a Gonzague porque
nunca se lo llevó consigo, lo dejó allí porque no podía valorarlo como se debía
y para no malgastarlo dejó que Solange se quedase con todo. Si alguien
encuentra a Gonzague algún día sería bonito que encontrasen algo de eso
aferrado entre sus manos, esté donde esté. Si la rubia siguiese hablando con
ella, Solange podría cogerle la nariz con una mano y retorcérsela, poner un
cubo debajo y ver caer pedazos de rencor y envidia derivados de Gonzague. La
rubia había estado celosa de los dos, porque a ella sólo le había tocado un
novio futbolista, o eso decía él, en la segunda división inglesa al que le
faltaba una mano. Solange creía en la superación personal, pero lo cierto es
que había comprobado los datos de la plantilla actual de ese equipo en Internet
y ese chico no aparecía por ninguna parte. La rubia y él eran muy felices, pero
al cabo de un tiempo no volvieron a tener noticias suyas así que dejó de ser
feliz para ser huraña con Solange y Gonzague, a quien probablemente deseaba
porque era un francés bastante guapo y apañado que tocaba la guitarra y se
paseaba despreocupadamente por la casa como si fuera suya. Eso era lo que más
le gustaba de todo a Solange.
Una vez se ha
despedido de su habitación, Solange golpea accidentalmente la pared que da al
cuarto de la rubia y sonríe. Sabe que en tres horas sonará su despertador, así
que no va a desaprovechar la última ocasión de amargarle la vida. Toma la
maleta en una mano y se enfrente a la escalera por última vez. Escucha
ronquidos devastadores de alcohólico, y deduce que el escocés se ha quedado
dormido en alguna parte del piso de abajo. Se quita los zapatos y baja las
escaleras de puntillas para no despertarle, sirviendo este gesto de despedida
silenciosa.
Hay un montón.
Mujeres guapas y hombres tristes, solitarios y borrachos. La noche dublinesa no
hace distinciones y los acoge a todos. Solange arrastra las ruedas del equipaje
por el empedrado tan característico de la capital de Irlanda, pensando que
quizá no pueda volver a hacerlo nunca más. Hay farolas encendidas y da un
último paseo por la ribera del río, dejando atrás el puerto, acercándose a los
pubs. Es la madrugada de un lunes y casi todos los bares han cerrado, porque
abrir hasta tarde nunca se les dio muy bien. Es algo que Solange echa de menos.
En Francia, incluso en España, ya que siempre ha andado a caballo entre ambos
países, una podía salir de casa a las doce de la noche y volver, de nuevo con
los zapatos en la mano, a las ocho de la mañana para prepararse el desayuno.
Diferencias. Pasa demasiado cerca de una valla publicitaria con carteles de los
estrenos de cine, y eso es un error, porque cuando Gonzague todavía estaba era
una tradición ir a ver algo, o verlo en casa teniendo que pausar la película
cada diez minutos por inevitables ataques de risa o peleas de cosquillas o
besos de los que matan neuronas y luego hay que buscar supervivientes. Gonzague
siempre decía que en las islas se hacían unas películas impresionantes pero que
no le importaban a nadie porque luego llegaban los Oscar y nadie les hacía ni
caso. Las películas europeas que nominaban a los Oscar tenían que ser
forzosamente de habla no inglesa, y las películas británicas e irlandesas eran
siempre ignoradas ante las americanas. Que al final siempre eran las mismas
cinco películas estrenadas en diciembre para llamar la atención de la gente,
generalmente dramas y biografías sobre gente negra, minusválida u homosexual,
dependiendo de la corriente que tocase reivindicar cada año. Películas académicas, las llamaba Gonzague.
Amables, largas, deliciosamente aburridas y con la dosis justa de todo para no
molestar a nadie y agradar a todo el mundo para que tuviesen algo de que hablar
en las cenas de Navidad y pudiesen decir alegremente: “Fui a verla y es muy, muy buena”. Luego había también una gran
cantidad de películas buenas de verdad que no tenían por qué estrenarse en
diciembre y que eran mucho mejores, pero a lo mejor no se hablaba tanto de
ellas. Daba igual. La vida de Solange con él había sido tan académica como
quisieron y mejor que muchas películas, no que todas, pero desde luego superior
a la media y era lo importante.
Solange pasa por
delante del Gipsy Rose, su pub favorito en todo Dublín. Hay bragas rojas colgando
del techo y miles de posters de grupos de rock. Siempre hay un músico tocando,
menos ahora que está cerrado porque es tarde, claro. Solía ir con Gonzague y
oh, no, por favor, no hablemos de esto ahora, de verdad, ahora no puede ser,
seguid caminando. No me hagáis esto. En fin, un viejo borracho se cruza en su
camino y Solange tiembla un segundo, pero no pasa nada, porque el viejo sólo le
sonríe y dice un par de palabras que no alcanza a entender, pero parece que ha
sido dulce. Los dos siguen su camino en distintas direcciones y Solange casi ha
llegado a su destino, pero antes de salir de la ribera del río derrama una sola
lágrima que se pierde en las aguas y podría jurar que se ha transformado en una
sirena que lleva todo lo que se ha condensado en esa lágrima a todos los ríos
del mundo. Adiós, Dublín.
Aerfort Bhaile Átha Cliath, aeropuerto de
Dublín, Terminal 2. 6:00 AM.
Cuando se reservan
vuelos al continente con una compañía irlandesa que tiene un nombre tan
propenso a bromas como Aer Lingus, se
aceptan sacrificios como madrugar o no dormir en toda la noche, depende desde
donde tengas que trasladarte. Solange ha decidido pasar la noche en vela
despidiéndose de la ciudad porque su vuelo sale a las seis de la mañana. Es
justo. La ventaja es que no tienes que pagar comisiones de tarjeta, con lo que
los vuelos salen bastante económicos. La Terminal 2, además, es bonita y majestuosa,
como un edificio futurista. En navidades ponen un banco con un Papa Noel
bonachón y los niños y algunos adultos se hacen fotos con él, pero todo el
mundo está cansado arrastrando maletas y esgrimiendo billetes de vuelo a todas
direcciones. Solange miró el otro día unos vuelos a Nueva York, con regreso por
menos de quinientas libras. Se repite que tiene que hacerlo alguna vez en la
vida, pero no es el mejor momento porque claro, Gonzague no se encuentra
disponible en este momento. Solange ha pasado el control de seguridad sin
demasiadas dificultades (le han hecho quitarse los zapatos, pero a estas
alturas ya parece una seña de identidad), ha pagado por una revista que no le
interesa y ahora aguarda pacientemente el embarque con el resto de pasajeros.
Lo que necesita no es una revista, ni siquiera entrar ya en el maldito avión y
quedarse dormida. Quiere un Aer Lingus
de Gonzague, pero no va a ser posible porque ni los miles que se manifestaron
en silencio en el Phoenix Park alzando velas encendidas en las manos fueron
suficientes para hacerle volver.
Megafonía ruega a
los pasajeros del vuelo Dublín – Barcelona que se coloquen en dos hileras. Los
asientos 1 a 15 en la hilera izquierda, del 16 al 30 en la hilera derecha.
Solange ayuda a un par de ancianas europeas que no terminan de aclararse. Es
entonces cuando un chico le aborda. Tiene el asiento 14C y no ha estado atento.
- Tienes que
ponerte en la hilera izquierda. – Le aclara Solange. – Vaya, vamos en la misma
fila. – Sonríe. Ella tiene el 14A, ventana.
El chico parece
visiblemente contento. Es español, seguro, quizá catalán, Solange nunca se
aclara con los españoles, pero le parece catalán. Es delgado y atractivo con el
pelo ensortijado, y tímido como Gonzague en sus buenos tiempos. De acuerdo, piensa,
mejor no seguir por ahí.
-
Me llamo Richard. – Dice. – Encantado.
-
Solange.
Solange habla un castellano casi perfecto.
Richard es agradable y sus ojos han visto mundo, pero no piensa darle más
cancha de la debida. Hoy no, ya no. No por ahora.
-
¿Eres de Barcelona, Richard?
-
A veces. – Sonríe el chico. – Ahora, por ejemplo, sí.
-
Todos volvemos a casa.
El amanecer se cuela por los ventanales
mientras caminan por la plataforma que da acceso al avión. Se sientan juntos,
dejando un asiento libre en medio para las chaquetas. No, no se sientan tan
pronto, porque el equipaje de mano de Solange es demasiado grande para los
compartimentos superiores. Van llenos de otras maletas. La azafata no ayuda,
sólo repite que no hay sitio. Tras mucho tiempo, Richard ha conseguido hacer un
hueco en un compartimento alejado y depositan ahí la maleta con la esperanza de
que tras dos horas y media de vuelo se convierta en una mariposa de colores que
sepa volar sola y nadie tenga que arrastrarla. Tras mucho tiempo, el avión coge
carrerilla y echa a volar. Solange tiene ventana y el sol le da en la cara como
si acabase de despertar, cuando no ha dormido en mucho tiempo.
-
¿Te gusta volar en avión? – Pregunta Richard. Ha pasado
algún tiempo madurando la pregunta.
-
Sí. – Contesta con media sonrisa. El sueño empieza a pesar,
pero sabe que el chico no va a dejar de hablar así que habrá que estar a la
altura. - ¿Y a ti?
-
Claro. Todo lo que sea volar y estar en lugares altos. Tengo
preferencia por lugares altos.
Solange no sabe muy bien como interpretar
eso, así que toma las riendas de la forzada conversación. Pone la mejor de sus
sonrisas (y eso es MUCHO, creedme) a juego con sus ojos, que no se quedan
atrás, y el sol que se cuela por la ventana anida en su pelo para completar el
cuadro. Y se inventa una historia fantástica sobre lo que ha estado haciendo en
Dublín, las neuronas encuentra a velocidad de vértigo unas razones estupendas
en la memoria y dice que se fue de au
pair, a aprender inglés cuidando niños de familias moderadamente adineradas
ya que es así como se van todas las chicas en algún momento de su vida, y las
niñas que le tocó cuidar eran tres soles, oh, sí, las llevaba al colegio y
luego les enseñaba actividades como gimnasia, o francés, o español. Aprendieron
de ella a comer verduras y a jugar con sus padres, que para ser adinerados
nunca estaban en casa. Las niñas canalizaron esa inacabable energía infantil
que podría dar cuerda al avión en el que iban ahora mismo y la mediana llegó a
ser capitana del equipo de gimnasia rítmica. Bueno, Solange no recuerda si a
esas edades existen capitanas, pero tampoco recuerda haber dicho las edades de
las niñas que acaba de inventarse y por otro lado seguro que a Richard le
importa un carajo porque entre otras cosas es un chico, son casi las siete de
la mañana y están a muchos kilómetros de ninguna parte.
Pero Solange se
siente fuerte y decidida en su historia y la adorna con muchas invenciones
bonitas, no se inventa nada feo porque en este momento se siente razonablemente
guapa y es más de lo que se ha sentido en mucho tiempo, y enfrente los ojos de
Richard siguen atentos y seguramente algo más y, qué demonios, él tampoco está
mal, pero no es el momento y se lo va a hacer saber mediante una perorata. Y
las palabras inventadas que salen de su boca adornadas con un brillo en los
ojos y los labios moviéndose más graciosamente que nunca se olvidan de todas
las cosas vividas en aquella casa de Dublín en la que habitaban seis personas y
a veces ocho pero al final ya nunca fueron amigos nunca más y acabó siendo
insoportable para todos y cuando Gonzague decidió abandonar el edificio todo se
enrareció tanto que las semanas pasaron sobrevolando la casa tan cerca y tan
rápido que el roce levantó algunas tejas que en su caída casi desnucaron a unos
pobres ancianos que pasaban por allí. Y ni una palabra de los puñetazos a la
lámpara cuando a ésta le daba por proyectar sombras divertidas en la pared ni
de los mordiscos a los quicios de las puertas de pura rabia, ni las patadas silenciosas
al aire que no dolían más que por dentro, las miradas huidizas, acusadoras,
rencorosas, de algo tan cercano al puro odio que nadie había experimentado un
frío semejante para saber si era odio de verdad o solo un enfado muy bien
abrigado. La luz del baño que nunca funcionaba, la luz de la escalera que
tampoco funcionaba y los moratones consecuentes que a Gonzague le gustaba luego
apretar y a ella también, por qué no, el cementerio sangriento de tampones
usados en la papelera del cuarto de baño grande que nadie limpiaba nunca y que
Solange quería ponérselo a la rubia por sombrero, quería desnudarla y
restregarle los tampones por el cuerpo y crucificarla en el centro de Temple
Bar y dejar un sombrero a sus pies para que los turistas echasen monedas. Con
esta imagen algo en su cerebro hace clic y para cuando vuelve a la realidad que
está contando, Richard ya ha cerrado los ojos y respira pesadamente. Objetivo
cumplido. Solange hace lo mismo y se duerme con la cabeza iluminada apoyada
contra la ventana, descansando los rizos en las nubes para que no pierdan su
forma.
Gonzague está de vuelta en el sueño a mil
kilómetros de altura y tiene que andar con cuidado para no caerse. Solange lo
está viendo desde la barra del Gipsy Rose. Mientras ella bebe, él está en el
escenario con una guitarra cantando canciones desgarradoramente tristes y todo
el mundo está llorando. Canciones sobre la chica que nunca participaba en
sorteos y nunca ganaba nada, sobre otra chica con las manos tan frías que se
hizo pirómana para encontrar consuelo, sobre chicas con el corazón en la vagina
y la vagina en el corazón que nunca se aclaraban y se hacían daño. Gonzague se
tapa los ojos con el pelo para que nadie se los mire y no tiene una cerveza a
mano. Solange quiere acercarse pero las lágrimas de todo el pub se lo impiden.
Los irlandeses gritan que toque algo más alegre, pero Gonzague susurra en
francés que no puede, que es imposible, que no hay nada más dentro que pueda
salir. No lo entienden y gritan que se baje del escenario. Gonzague está
sangrando por los dedos de rasguear la guitarra. Solange, que ha tardado una
eternidad en llegar al escenario, le alcanza la cerveza pero él no la quiere.
Alza la vista una sola vez para indicarle que se vaya, que si no hay canciones
alegres no hay cerveza. Y Solange se va, porque las lágrimas irlandesas han creado
un río que la saca del bar y la deja en la calle. Todo ruido procedente del
Gipsy Rose queda silenciado y las ventanas están oscuras para ver lo que pasa
dentro. Y es el viejo borracho que se encontró hace unas horas el que levanta a
Solange del suelo, reconocería esa mirada en cualquier parte, y con una sonrisa
le dice una de esas frases lapidarias de las películas que todo el mundo
intenta formular en la vida real pero nadie consigue nunca el mismo efecto,
pero esta vez es tan fuerte que al segundo siguiente se le olvida porque el sol
la ha despertado.
De entrada tener a
Richard inclinado sobre ella (se ha movido al asiento central, además) le
choca, pero más le choca ver sus ojos y comprobar que son los mismos que los del
viejo. O eso le parece. Richard amaga con retroceder pero sonríe y señala la
ventana. Solange se gira, aun con los ojos entumecidos, y contempla unas
enormes montañas nevadas en las que golpea el sol. La vista en los Pirineos es,
como siempre, espectacular.
-
Nos dan los buenos días. – Dice Richard.
-
Es impresionante. ¿Qué tal has dormido, Richard?
-
No muy bien. Lo siento por quedarme dormido con tu historia,
pero me faltan
muchas horas de sueño. – Richard bosteza y
Solange no puede evitar hacer lo mismo. Ambos ríen. Solange piensa en la
extraña coincidencia de los ojos.
-
¿Dónde estabas anoche? – Pregunta como por casualidad. –
Para no haber
dormido, seguro que estabas despidiéndote
de alguna chica. – La pregunta le ha quedado demasiado insidiosa, pero no importa.
-
Anoche tenía setenta años y no estaba como para despedirme
de nadie.
Si era una respuesta burlona, parece ir
totalmente en serio. Solange estudia detenidamente la expresión del chico:
sonríe confiado pero honesto. Probablemente, es decir, seguro tratándose de un
hombre, esté interpretando el papel de misterioso seductor atractivo e
interesante y necesita contar muchas mentiras increíbles como migas que soltar
en el camino para que le sigan el rastro, pero una vez aceptado esto (¡y qué
remedio!) lo que queda tiene que ser, forzosamente, cierto. Así, en vez de
cuestionarlo, se limitará a escuchar porque es ciertamente interesante.
-
No te veo sorprendida. – Comenta Richard. - ¿Qué más tengo
que hacer para impresionarte?
-
No mucho más, realmente. – Responde Solange con la sonrisa
adherida a la cara.
-
Hace unas horas en el Gipsy no sonreías así.
-
Ni tú estabas tan joven. ¿Cuántos años tienes ahora?
-
Diecinueve. Es la primera vez que tengo diecinueve años. ¿Tú
los has tenido antes?
Solange arquea una ceja.
-
Sí, claro. Tengo veintiuno ahora. No sé, siempre he vivido
mi vida en orden cronológico. Tuve diecinueve hace dos años y no espero volver
a tenerlos nunca.
-
Cómo te envidio, Solange. A ti y a todo el mundo que vive
así.
Ella devuelve la mirada hacia el ventanal.
Los Pirineos se van quedando atrás y pronto aterrizarán en Barcelona donde ella
hará escala unas horas para viajar de noche a Francia. Quizá todavía le queden
algunos minutos de sueño.
-
Cuéntame esa historia, Richard. – Dice sin mirarle. – Que
sea bonita.
- Para empezar, aclaremos que nunca se me ha
dado bien entender el funcionamiento de las cosas... – La voz de Richard suena
muy lejana pero se cuela a través de neblinas en el sueño de Solange. Es tan
cálida la juventud que sobrevuela las nubes en un día radiante todavía por
tejer en el corazón del amanecer, tan cálido el sueño que sigue llamando por
una última zambullida antes de encarar la jornada…
Richard Artigas
tiene cuarenta y dos años en 1993. Ha ido al estreno de Jurassic Park con su
hijo. Apenas lo conoce. El día anterior tenía veintitrés años y estaba en la
cárcel de algún país lejano, bastante magullado y sin la menor idea de como
había llegado allí. Compartía prisión con hombres asiáticos a los que no
entendía una palabra y se pasó el día huyendo de ellos, rezando para que
llegase la hora de dormir y fuese un nuevo día. El día anterior a ese era un
niño de ocho años que vivía con sus padres cuando todo era normal y feliz y la
parcela del mundo no era más grande que su casa. Otro día era un viejo de
ochenta y tantos años agonizando en una cama de hospital. Otro día volvía a
rondar los veintitrés y no había salido de la cárcel, sólo que ahora los
prisioneros sabían donde se escondía. Fue uno de los peores días, pero si algo
puede decir es que no tiene tiempo para aburrirse. Ha visto muchas películas de
la década de 2010 antes que Jurassic Park, pero esta le ha fascinado más.
Quizás por el hecho de estar con su hijo, un adorable rubio de siete años que
le profesa un cariño ininteligible, y que el se afana en corresponder. Pero es
difícil, porque es la primera vez que lo ha visto. Ni siquiera sabe cuál es su
situación, si vive con él, con su esposa si es que tal cosa ha sucedido, nada.
Pero no importa, porque el niño se llama Richard como él y parece tener una
vida sana, una que transcurre cronológicamente y no en orden aleatorio como si
fuese una estúpida lista de reproducción musical en la que tiene que saltar de
un día a otro cuando las distancias se miden en años, a veces décadas, y tiene
que sujetarse del borde de los días para no caer fuera del tiempo ya que eso se
le antoja un peligro más allá de lo que las personas lineales entienden como
normal. Eso hoy no importa, porque durante las pocas horas que quedan del día
tras salir del cine, estará con lo que más debería querer en el mundo, y
exprimirá todos esos minutos para estar con Richard hasta la siguiente vez que
coincidan. Y así transcurre la accidentada vida de Richard Artigas, viviendo
cada día al límite porque literalmente no sabe dónde y cuándo estará mañana.
El
vuelo de Aer Lingus procedente de
Dublín aterriza en el aeropuerto de El Prat sin complicaciones. Son las diez y
media de la mañana. El principio del verano en Barcelona es algo maravilloso.
Solange abre los ojos y la ciudad contiene el aliento.
Sería
un gasto absurdo de palabras relatar los trámites de aeropuerto y el viaje en
taxi – compartido, por supuesto – de Solange y Richard a la estación de Sants,
así como las apresuradas idas y venidas a los carteles de horarios de trenes
para constatar que tienen todavía algunas horas libres por delante antes de la
separación. Solange partirá hacia Rennes en el tren de las 22:00 y Richard, en
fin, Richard solo necesita esperar unas horas para viajar. Tras dejar el
equipaje en consigna – oh, Richard no tiene equipaje – van caminando hacia la
Rambla. La intención de Solange es descansar en la playa de la Barceloneta, que
el día lo merece y cualquiera aguanta el bullicio del centro de la ciudad. Se
siente forzada a hablar con Richard, no porque no le interese su increíble
historia (¿cómo era aquella frase? “Sé
que quieres que suene creíble porque necesitas creerme, y sin embargo te gusta
más creerme cuando sueno increíble”, más o menos) sino para tener la cabeza
distraída y no meterla en embrollos mentales innecesarios.
-
Deberías ver este sitio dentro de unos años. – Comenta
Richard cuando se sientan a desayunar en Café Zurich. – Totalmente desierto.
Nada. Paf, borrado del mapa.
-
¿Este sitio? – Responde Solange. - ¿El Zurich?
-
No, no. Toda la plaza Catalunya. Casi todo el centro de
Barcelona.
-
¿Una guerra? Las cosas han estado tensas los últimos años.
-
Uf, si yo te contara…
No lo haré, de todas formas. No me gusta arruinar sorpresas.
-
¿Cuánto tiempo llevas viviendo así?
-
Toda mi vida.
-
¿Y eso cuánto es?
-
No lo sé. – Sonríe cálidamente, luego cierra los ojos
intentando un cálculo
aproximado. Finalmente vuelve a abrirlos. –
No lo sé. Me he visto de niño, de joven, de adulto, de anciano y de mucho más
anciano, casado y padre sin saber con quién. Sé lo que pasa en el futuro pero
no sé lo que está pasando ahora mismo. Es, como mínimo, desquiciante. ¡Fíjate
que hasta el otro día no había visto Jurassic Park! – Alza las manos. Ambos
ríen.
-
Nací el año que la estrenaron. – Comenta Solange. – Marcó a
muchas
generaciones. – Se acuerda inevitablemente
de Gonzague. – Un amigo solía decir que era lo mejor de los noventa. No tanto
la película en sí, sino…
-
Sino todo lo que significó. – Termina Richard.
-
Sí. Al final acabábamos llamando a todo lo que nos gustaba
“lo mejor de los
noventa”. Sale solo.
-
Es una expresión muy bonita, Solange. Y no has visto la
última entrega…
-
¿La última? – Ríe Solange. – ¿Llegaron a hacer otra más?
-
Oh, sí. No sólo eso: fue la última película que se hizo
jamás. Bueno, que se hará,
ya sabes…
-
Explícame eso.
-
De camino. – Richard termina el café. – No quiero perderme
este día sentado.
Comienzan el descenso de la Rambla bajo un
verano interminable.
En
algún determinado momento del futuro, las cosas dejarán de funcionar tal cual.
Richard tendrá quince años un día antes de verlo, y estará enamorado o algo
parecido, viviendo un día de lo más memorable con una chica de la misma edad
que también dice estar enamorada, y quién se lo va a refutar. Es la primera vez
que la ve y la primera vez que vive algo similar, y no lo olvidará nunca. Al
llegar el momento de la despedida, prometen verse la semana que viene, para ir
al cine, o algo. Y al día siguiente Richard tiene ochenta y tres años, está
solo y ni siquiera en la misma ciudad. Y por algún motivo que nadie le ha
explicado, las cosas se están acabando. Hay muchos rascacielos en ruinas,
muchas tiendas cerradas, muy poca gente en las calles. Parece que el germen que
hace que el mundo se mueva ha dejado de latir. Vagabundeando como el viejo que
ahora es, sin parar de pensar en la chica del día anterior, pasa delante de un
cine destartalado pero aun en funcionamiento que exhibe la última película
jamás producida: “Jurassic Park: The LAST
World”. La película para acabar con todas las películas. No hay ningún
trabajador en taquilla, ni espectadores, ni nadie dentro de la sala, pero las
imágenes se proyectan como movidas por una extraña fuerza. Quizá el cine se
niegue a morir, piensa Richard mientras se sienta apesadumbrado en la butaca.
Está completamente solo. Y la película también.
Quiere
pensar que la obra resulta ser el último esfuerzo de todas las grandes
productoras de cine que quedan en esos momentos en el mundo, ya que los logotipos
de todas ellas aparecen en el inicio. La gran despedida del negocio del cine. Y
aun con esta suma de talento y presupuestos, el resultado final es pobre.
Apenas hay tres actores en pantalla, un adulto y dos niños que interpretan como
pueden a sus hijos. Están perdidos en el parque y la historia sigue sus
peripecias a la hora de ocultarse de los dinosaurios, de sobrevivir. La eterna
historia que siempre funciona. Pero aquí ni siquiera hay dinosaurios. No vemos
ni un solo lagarto terrible en ciento ochenta minutos, probablemente por
motivos económicos. Vaya un final para la saga. Pero, sin embargo, los oímos y
los sentimos, ya que a falta de presupuesto para efectos especiales –demonios,
ni siquiera para marionetas- el apartado de sonido es espectacular reciclando
gruñidos, respiraciones pesadas y los tan característicos rugidos,
estremecedoras pisadas… Y la música, qué decir de la música, completamente
compuesta y ejecutada por un solo pianista que probablemente se hallaba ante el
último gran encargo de su carrera. Este es su canto del cisne, el lugar donde
ha exprimido todas las notas que le quedaban dentro. La última escena. Los
hijos del protagonista se han refugiado en un bunker metálico impenetrable,
pero los espectadores saben que hay velocirraptores dentro y el protagonista
también acaba de descubrir el agujero en un conducto de ventilación. Sin armas,
debe decidirse entre entrar en el bunker a encontrar a los niños –o lo que
quede de ellos- o dar media vuelta para tratar de salvar al menos su vida.
Primer plano al que en otro tiempo fue una estrella, aunque Richard no ha llegado
a coincidir con él. Todos los registros de interpretaciones dramáticas pero
silenciosas, desde los tiempos del teatro japonés hasta el cine americano más
aséptico pasan por su cara. El sudor, los dientes que rechinan. La mirada que
transmite el caos ingobernable de su mente en ese momento. Puede que aun
podamos ver alguna garra de raptor. Algún malvado ojo amarillo. Escamas en la
oscuridad. El piano expulsa una melancólica pieza interminable digna del más
virtuoso, que se extiende por pasajes jamás alcanzados. El actor sigue sumido
en su diatriba.
The End.
Los
largos créditos incluyen una disculpa de los creadores por no haber mostrado
dinosaurios y una galería de fotos del estudio de producción. Richard sale del
cine, caminando a duras penas. Hoy podría ser perfectamente el último día de su
vida. Sabe que no, porque ha vivido días de nonagenario agonizando sin poder
más que esperar, pero tras lo visto ya no tiene sentido que la humanidad siga
ocupando espacio en el mundo.
Los
zapatos de Solange están olvidados en la arena, ella baila en el mar. Richard
la sigue a poca distancia, tratando de aproximarse. Intenta sacar buenas fotos
con el teléfono móvil de la chica, que no se lo pone nada fácil porque no puede
quedarse quieta.
-
¡Sácame así, Richard!- Solange ejecuta una pirueta con las
manos apoyadas en la
arena que dura un segundo de perfección.
Las gotas de mar vuelan.
-
Lo intento… - Murmura Richard, mientras dispara ráfagas de
flashes. No son
necesarios, ya que hace un día estupendo,
pero probablemente hace mucho tiempo que tuvo que utilizar un teléfono móvil.
-
¡Vamos, vamos, no te pares! ¡Sigue mi ritmo!
Solange danza en la
playa. Es una bellísima instantánea que inmortalizar, y Richard hace lo que
puede. Capturar esas imágenes es una silenciosa ofrenda para la reina del
verano. Y al final se cansa, guarda el teléfono y la persigue, levantando el
agua, escarbando en la arena, riendo ambos con el viento. Los recuerdos nacidos
en ese mar no se secarán nunca.
Descansan tumbados
en la orilla con los pies en el agua. Solange comprobará las fotos esta tarde
en el tren, y pensará en muchas cosas. Richard cierra los ojos, tratando de
absorber los rayos de un sol que quizá no vuelva a conocer como tal.
-
¿Por qué has volado a Barcelona y no a París? – Se le ocurre
de repente. – Te
queda mucho más cerca llegar a Rennes.
Bueno, supongo, ¿no? No sé a cuánto está Rennes de París. – Ríe.
-
No es eso… - Responde Solange.
Y súbitamente se
hace muy complicado dar una respuesta clara y odia a Richard por haber lanzado
la pregunta. Porque, ¿cómo explicar que Barcelona y muy especialmente la playa,
y muy especialmente en verano, y en fin, con Gonzague, es algo tan “lo mejor de
los noventa” que se derrama y necesita recoger todo lo que pueda para mantenerlo
caliente en su invernadero interior?
- … simplemente me
gusta pasar por Barcelona cuando tengo la ocasión. – Responde finalmente.
- ¿Quién te espera
en Francia?
- Mi familia.
Amigos. He estado fuera un tiempo, tengo ganas de estar con ellos.
- Y… ¿nadie más?
Solange sonríe y no
responde. Richard se agita levemente; ella adivina lo que va a pasar.
Detiene el pecho de
Richard cuando se abalanza educadamente sobre ella, los labios tan cerca que
puede percibir la respiración. No necesita abrir los ojos.
-
No, Richard. Lo siento.
-
No te preocupes. – Richard vuelve a la posición inicial. –
No era lo que…
-
Claro que lo era. Y
lo entiendo. No pasa nada. En poco tiempo nos despediremos
y yo volveré a mi país y tú seguirás
saltando en el tiempo. ¿No?
-
Sí, es eso. Tenía que intentarlo. – Sonríe. – Ya sabes,
nunca tengo mucho tiempo
para estar con chicas, así que tengo que
apretar el acelerador.
-
¿Aún buscas a la chica del cine?
-
Siempre. Y a mi hijo, claro. – Estalla en una carcajada. -
¡Es todo tan extraño!
Solange lo mira con
cierta melancolía. Todos buscamos a alguien, piensa. Los perdidos
en el espacio y los perdidos en el tiempo,
los que viajan por avión y los que saltan entre días y años.
-
¿Qué pasaría sí… - Comienza a formular una pregunta que no
sabe si debería
terminar. - … sí mañana es uno de esos días
en los que eres un viejo que se muere en una cama de hospital en un mundo
despoblado?
-
Qué será otro de esos días en los que me aferro a la vida
con los dientes por
sobrevivir unas horas más hasta despertar
en otro tiempo donde todavía tengo alguna oportunidad.
-
Pero llegará el día en que no despiertes, y estadísticamente
puede pasar tanto
mañana como dentro de otros ochenta o
noventa años.
-
Entonces me iré habiendo intentado vivir el máximo de días
posibles.
Pronto habrá un
extraño atardecer. Se quedan en silencio contemplando el mar,
sintiendo el sol, pensando acerca de muchas
cosas. Finalmente, como un rayo, la risa de Solange destruye la calma y ojalá
siempre fuese así.
-
Ay, Richard. – Dice, clavándole el dedo índice en la mejilla.
- Vous êtes l’esprit de l’escalier.
-
¿Qué? ¿Qué quiere decir eso?
-
¡No te lo digo!
Solange se levanta
y corre hacia sus zapatos, divertida como una niña traviesa. Richard intenta
incorporarse, pero tiene el cuerpo entumecido y le lleva trabajo. Solange está
ya calzándose donde empieza el asfalto, lista para adentrarse en la ciudad.
-
¡Eres l’esprit de
l’escalier! – Le grita desde allí, sin poder parar de reír. - ¡Eres
demasiado lento! ¡Siempre llegas tarde a
los sitios!
Unos niños que
juegan con pistolas de agua no quitan ojo de la escena. Solange les pide una de
ellas mientras Richard se acerca.
-
¡Lento! ¡Lento! – Grita mientras le dispara agua a la
camiseta, a la cara. - ¡Lento!
Richard hace torpes
ademanes para esquivar el agua, pero es imposible. Los niños también se animan
a mojarlo unos instantes, mientras ríen. Solange estalla en carcajadas,
doblándose sobre el estómago, y acaba sentándose. Devuelve la pistola y los
niños echan a correr en cuanto Richard alcanza la escena, empapado y no muy
contento.
-
¿Por qué has hecho eso? ¡Qué rara eres!
Solange consigue
recomponerse tras unos instantes.
-
Lo siento. – Dice con una sonrisa. – Es que me resulta
gracioso.
-
Vaya, gracias.
-
Verás… en francés utilizamos esa expresión para definir esos
casos en los que das
con la respuesta adecuada pero ya es muy
tarde para decirla.
-
Conozco la sensación, sí. – Richard se quita la camiseta
empapada. – Y al que le
pasa eso lo mojáis hasta que se ahoga o lo
decapitáis, según tengáis el día. ¿No?
-
Exacto. – Solange se incorpora. – Richard, te dejo aquí.
Quiero pasar mis últimas
horas en Barcelona conmigo misma. Es algo
personal.
-
Pero yo quería terminar el día contigo. – Responde Richard.
– Desde que te vi
anoche en el bar de Dublín, cuando tenía
setenta años. Y cuando esta mañana te he visto en el aeropuerto, no me lo podía
creer. ¿Cada cuanto crees que tengo esta suerte? Te aseguro que nunca.
-
Eso está genial, Richard. Pero sólo tenemos una vida, alguna
más caótica que otras, de acuerdo, pero todos tenemos que vivir la propia.
La hija del verano
sonríe a modo de despedida. El chico de la escalera tiene el semblante serio.
-
Sabes… todo el día he tenido la esperanza de que tal vez
podrías ser tú.
-
Eso es muy bonito. ¿Sabes? Yo, durante todo el día, he
tenido la creencia de que
el señor con tus ojos que vi anoche era tu
abuelo, y que toda tu historia es una preciosa mentira orquestada que me ha
encantado escuchar.
Richard le sostiene
la mirada, desafiante.
-
Eso no es cierto.
-
No tiene importancia. – Solange se despide con un fugaz beso
en la mejilla. – Me
han encantado tus mentiras, de todas
formas.
El chico acaricia
el brazo de Solange mientras ella se da la vuelta. Se gira por última
vez para ver a Richard recortado contra el
mar en calma.
-
Yo también busco a alguien. Lo perdí en Dublín, busco su
rastro en Barcelona y lo
seguiré buscando mañana cuando llegue a
Rennes.
-
Te diré algo si me lo encuentro. – Responde Richard,
desdeñoso.
-
Tú podrías encontrarlo, sin duda. Se llama Gonzague. No lo
busques a partir de los
últimos cinco o seis días, porque me
encantaría creer que sigue por ahí, pero no lo creo. Pero si por casualidad
pasas cerca de él hace unos años, dile que no haga tonterías, que se aleje de
mí y que no se envenene hasta que el mundo se lo trague. Por favor, no olvides
recordarlo.
Solange se diluye
en la ciudad del viento. Richard se queda en la playa, varado,
consumiendo las últimas horas de sol para
que le duren todo el tiempo que pueda, porque le hacen mucha falta cuando le
toca vivir días extraños.
“No dejes de viajar en tranvías y trenes, y
vuélveme a besar como lo hacías, recítame un poema mexicano que envuelva
nuestra vida hasta la muerte.”
Siempre que monta en un tren,
Solange no puede evitar evocar a Gonzague tarareando aquella canción de Family.
Hoy es uno de esos viajes nocturnos en los que escuchará “El soplo al corazón”
hasta desangrarse por los oídos. Como todos. El traqueteo del vagón así lo
reclama. Se ve a ella misma cantando el estribillo en el oído de Gonzague y él,
que no se sabe ningún poema mexicano, recita aquello de “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro
Páramo”, que no es un poema pero sirve porque es mexicano y eso le acerca a
la boca de Solange. Y en el recuerdo de aquella unión de labios Solange apoya
la dorada cabeza en la ventana tras la cual las luces catalanas se despiden en
la noche, siempre al lado del mar. La oscuridad es cálida y amigable, muy
diferente de aquella que Gonzague quiso abrazar, y eso le costó la desaparición
y quizá algo más. La oscuridad que nace de la tierra y echa raíces en las
canciones tristes, en las miradas huidizas de la gente, en las malas palabras
que terminan peor. Aquel mal, pensó, germinaba hacía mucho en el corazón de
Gonzague, y ella no había podido pararlo y por eso él se fue y ella albergaba
pocas esperanzas de luz sobre su paradero. Pero rezaba porque siguiese vivo.
Sólo eso. “Komm, süsser Tod”, le
había escuchado susurrar una vez, cuando pensaba que ella estaba dormida, y sabía
el alemán suficiente para interpretar que era algo malo, demasiado malo para
ignorarlo. Pero para entonces la mirada de Gonzague se había ensombrecido y ya
no tocaba la guitarra en el sofá de la sala común en Dublín, ni en el Gipsy
Rose, ni bailaban en la cama ni en ningún otro sitio. Y todo su imperio se vino
abajo como todos los demás.
Piensa
en Richard, en su extraño modo de vida. Pero, ¿acaso no son todos
supervivientes? Qué importa el cómo, si con eso se consigue un día más. Se lo
dijo muchas veces a Gonzague, y él lo sabía. No es tarde para perder la esperanza.
Al fin y al cabo han sido dublineses por un leve período de tiempo, y eso
concede algo de suerte. Leves períodos de tiempo es todo lo que necesita para
mantener la esperanza intacta, la esperanza de que la guitarra de Gonzague
vuelva a sonar de nuevo y la oscuridad se haya disipado de los ojos de todos
los que se acogen a su manto. Esperanza en que el futuro despoblado y el fin
del cine y el resto de cosas que valen la pena tarde lo más posible en llegar.
LO MEJOR DE LOS NOVENTA
(L’ESPRIT DE L’ESCALIER)
FIN
A Eric Rohmer por retratar tan bien el verano y la
juventud en el cine
Al grupo Family por hacerlo todo en un solo disco de
música
Y a toda la gente que ha compartido su tiempo conmigo
Especialmente a K.
Como siempre.
Traveller C
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