- No deberíamos vivir aquí. – Dice Charlie.
- Debemos vivir aquí. – Opina Lea. – Es la ciudad del arte, Charlie. Tenemos todo lo que queremos, sobre todo tú.
- ¡NO!
Lea se sobresalta y Charlie se levanta de un brinco, enfadado.
- Yo no debería vivir aquí, en esta ciudad de iletrados. No es digno.
Lea se resigna a escuchar una vez más lo que ya se sabe de memoria, mientras Charlie grita al ventanal empapado.
- Ya te lo dije, he dejado de tomar las cosas como son para tomarlas como deberían ser, y así siempre tendré razón porque hablaré con el mayor conocimiento y verdad absoluta que existen. ¿Sabes? Son los años veinte o treinta, no sé, y esto es París. Da absolutamente igual que no sepa decir ni una calle ni un barrio ni un río ni un misterio de París porque estoy aquí con Hemingway y el maldito Henry Miller, el que sabía inflamar un coño mientras los demás solo encendíamos fuegos, y son mis mejores amigos. Nos sabemos de memoria los bares, los burdeles y los callejones, pero no cómo salir de ellos, y todas las noches son una fiesta. Escribo mi puto trópico de sagitario en honor a mí y ahí sí que podría llegar a quererte, por que allí estaríamos iguales, a la altura, lo sabes, y no es que no te quiera, pero no aquí, lo sabes, ¿verdad? Y sé que no me has pedido esta catarsis así que trataré de esquivarla verbalmente retomando el alcohol que corre por nosotros mientras nosotros corremos sobre él para correr por París. Escribimos en cafés bohemios donde en las estanterías se apoyan todos los libros zaparrastrosos del mundo, que se limita a París, así como se limita a Painville para esos gilipollas de las barbas, aunque Ernest y yo llevamos barba honrosamente y no somos ningunos gilipollas, y a ti te lo puedo decir, él es mucho mejor que yo y me muero de envidia mientras le veo escribir, y cuando cotilleo sus manuscritos mientras él yace dormido sobre alguna puta en la habitación de al lado, cuando no la ocupa Miller con Tania y dos monedas de un franco. Me muero de envidia porque por mucho que lo intente, por mucho que escriba, beba, odie, folle, aspire y muera nunca podré escribir así, por lo que tengo que limitarme a ser el mejor de esta mierda de ciudad, Painville, muy lejos de ese París donde todos estamos juntos y solos y muertos y nos divertíamos más de lo que hacemos aquí, donde el estar juntos y solos y muertos no es una opción. Sí, ya he acabado.
Creo que a Woody Allen le gusta mi novela, o al menos se pasa por el blog en el que está colgada la primera mitad porque hace más de año y medio que escribí esa parte y, acabando de ver su última película "Medianoche en París", tenéis que admitir que la premisa es bastante parecida (quitándole el componente oscuro que orgullosamente debo a Henry Miller y sus trópicos).
En esta preciosa nueva cinta de Allen (y van...) se hace un homenaje a la ciudad de París primero, y una crítica al sentimiento de que cualquier tiempo pasado fue mejor, a "La edad de oro". El personaje de Owen Wilson, un escritor desencantado, está enamorado del París de los años veinte, como yo, y todas las noches desde las doce un misterioso coche lo lleva a ese mundo, donde conoce a Hemingway, Fitzgerald, Gertrude Stein, Cole Porter, T.S. Eliot, Picasso, Dalí, Buñuel... y allí conoce al personaje de Marion Cotillard, guapísima y encantadora como siempre. Pero ella no siente esa idealización por los años 20, porque es la época en la que vive. Para ella, la edad de oro tuvo lugar unas décadas antes, con Tolouse-Latrec y el Moulin Rouge. Así que nuestro rubio protagonista acaba quedándose en París, pero en la época actual, dejando a su estúpida prometida con sus insufribles amigos y padres y se deja llevar por la nostalgia. acompañado de la vendedora de discos antiguos de Cole Porter. El significado está claro.
La edad de oro es un invento de nosotros, los soñadores. Los nostálgicos que vivimos en una época gris y lo cambiaríamos todo por volver al pasado. En realidad, ese es, como he dicho muchas veces, el verdadero motivo de escribir y crear cosas. Para calmar esa nostalgia que nunca veremos, porque si la vemos tal vez acabemos desencantándonos.
Barcelona es mi París particular. Los tiempos no son los mejores, nunca lo serán, pero siempre se puede callejear y perderse, que es para lo que están las ciudades. Para perderse y encontrar la forma de unos labios que te vuelven loco, una multitud de estudiantes recitando "Aullido" de Gingsberg al unísono con gargantas enfurecidas y un grupo de amigos borrachos en una taberna cantando Wish you were here. No podré viajar en el tiempo ni conocer a Hemingway, ni siquiera he ido a París ni he vuelto a conocer a nadie que lo merezca, pero sigo intentándolo. Al fin y al cabo, todos nosotros lo hacemos lo mejor que podemos, porque para eso estamos aquí. Siempre en el camino, bajo la luna y al costado del misterio.
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