De acuerdo.
Estaba enfangado
hasta los codos en el caso, me costaba avanzar y no podía sentirme más
pletórico. Estar en la escena del crimen siempre me ponía eufórico. Demonios,
si me hubiesen preguntado hubiera dicho que iba a escribir la gran novela
americana.
-
Camus. – Mi compañero me tocó el hombro. – Camus, o te
decides ya o nos
volvemos a la oficina. – Me instó en un
susurro.
-
Cállate, Dick. – Mascullé entre dientes. – Dame sólo un
minuto más.
Sentí farfullar a
Dick. Era natural, teníamos dos cuerpos ensangrentados en el salón de la
mansión de la familia Haybrook y un ama de llaves con los ojos como dos lunas
llenas completamente inexpresiva. El resto de familiares sobrevivientes a la
tragedia también estaba allí: los hijos, los sobrinos, los tíos, los padres. No
había sido más que una cena familiar entre aristócratas trasnochados que
terminó con el gran patriarca y su nueva esposa apuñalados hasta el
aburrimiento. Me parecían pocas víctimas.
-
¿A qué juega, detective? – Exclamó el hombre de más edad. El principal
heredero, y para cualquiera, el principal sospechoso. - ¿Va a buscar al asesino
o se va a quedar mirándonos?
No
le presté atención. Leí el cartel sobre su cabeza: “Inocente”. No era mi
hombre. Me llevé la mano al pecho y palpé lo que allí tenía incrustado bajo la
camisa. Dolía, pero era necesario. De esa forma, pude leer los carteles sobre
todas las cabezas. Sólo había dos culpables. Cuando se trata de fratricidio
entre ricos, no me da ninguna pena. Me encantaría poder encerrarlos a todos.
-
Dick. – Ordené a mi compañero. – Arresta al ama de llaves.
Todos los presentes
contuvieron el aliento.
-
Y al hijo pequeño. – Añadí. – Nos vemos en comisaría.
Escuché gritos,
lloros y forcejeos mientras me daba la vuelta. Dick y la patrulla especial se encargarían
del asunto, así que me fui a casa. Odiaba mi trabajo.
Estrellé una de mis
botas contra la pared.
-
¡BASTA DE RUIDOS, HARVEY! – Grité, totalmente descontrolado.
- ¡TE JURO QUE TIRO LA MALDITA PARED ABAJO!
Vivía en la última
planta de un cuchitril infernal y tenía que mantener a raya a los tarados que
se atrevían a sobrevivir. A veces deseaba que cometieran algún crimen estúpido
y terrible para poder encerrarlos y que me dejasen en paz, pero no tenía
suerte. Y eso que yo era el mejor detective de la ciudad.
El piso en el que
languidecía a velocidad de vértigo me desgastaba tanto como un caso o una
mujer. Incluso Kath. Ni el long-play radiando música clásica a todo trapo
aminoraba los efectos. Me froté los ojos porque me cansaba ver tanta
destrucción cotidiana. Entonces, sucedió lo que buscaba: el gigantón ruidoso de
Harvey llamó a la puerta. Para ser exactos, la tiró abajo. No era una puerta
demasiado buena ni él un tipo especialmente delicado. Lo confronté.
-
Ya me tienes harto. – Gruñó mi vecino de aspecto
patibulario.
-
Llegas justo a tiempo. – Respondí, subiéndome las mangas.
Tuve tiempo de leer el
cartel sobre su cabeza: “Golpe a la cabeza
con el brazo derecho”, pero no de esquivarlo. Encajé el puñetazo, claro. Debo
decir, en mi defensa, que yo tampoco era manco. Nos metimos en faena.
Me
tambaleaba en plena calle y no había bebido, pero las pintas eran mucho peores.
Sangraba por varios sitios y no dejaba de llevarme la mano al pecho. Harvey me
había dado bien, pero yo le había incrustado la cabeza contra mi ventana y
ahora tenía que comprarme una nueva. Si el gigantón seguía con vida, podríamos
decir que se había llevado el combate, porque lo que me había hecho podía
arruinar mi existencia. Antes de desmayarme, conseguí llegar a la puerta de la
casa de Kath. Toqué el timbre y me desplomé en el rellano, dejando una marca de
sangre como saludo.
-
Camus. – La voz de Kath entonaba mi nombre como la mejor de
los cantantes.
Maldita diosa de la
humanidad. Afrodita, Venus y Atenea sólo servían para limpiarle los zapatos y
el lugar en el que eso me dejaba a mí no aparecía en ningún tratado de
mitología. Me devolvió a la vida una vez más.
-
Camus, no creo que vayas a salir de ésta.
Me había tendido en
su sofá y me curaba las heridas. Me había incluso vendado el sangrante agujero
en el pecho. Lo palpé con la mano. Ahí faltaba algo.
-
¿Dónde está? – Pregunté. – Vuelve a ponerlo.
-
Si vuelvo a poner el cristal acabará contigo. Piénsalo bien,
por una vez.
Demonios, me costaba verla incluso
entornando los ojos. No cabía duda de que estaba en lo cierto. Sentía como mi
cuerpo se difuminaba. Daba igual. Siempre hay que seguir.
-
Pues sea.
La aparté con una fuerza ridícula y me puse
en pie. Me costaba horrores caminar. Me apoyé en la mesa, tiré lo que había
encima, no me importó. Tenía que seguir.
-
Segunda puerta a la derecha. – Murmuró Kath. – Ya lo sabes.
Era la Santísima Trinidad entera en un
metro setenta. Y además rubia. No era ni medio normal lo que la podía querer.
-
Todavía quedan unos pocos. Que te aprovechen. – Fue lo último
que le escuché.
Encontré la
habitación de los espejos, me reflejé en todos, pero no con la brillantez de
antaño. No importa, me repetí, siempre hay que seguir. Con el puño cerrado
reventé el que necesitaba y perdimos los dos. La mano sanguinolenta agarró un
puñado de cristales y me encajé el más grande en el agujero de mi pecho.
Desayuné una lata
de alubias Heinz fría con una cuchara de café y no podía sentirme
más miserable. Dick entró en el despacho,
vio el panorama y colgó el abrigo y el sombrero.
-
Casi que no te voy a preguntar nada.
Gesticulé; no podía
hablar con la boca llena de Heinz. Me informó del orden del
día: Horace Haybrook, pues ese era el
espantoso nombre del heredero de nuestro asunto fratricida, iba a presentarse
en la oficina para entrevistarse con nosotros. Teníamos a su hijo en el
calabozo, así como al ama de llaves más catatónica que uno se podía imaginar.
La señora no había hablado. El hijo, al que le habían puesto el no menos
espantoso nombre de Otis (¡OTIS!) Haybrook, se había estado comportando como
una auténtica nenaza. Lloraba, no hacía ninguna declaración y decía que quería
ver a su padre. Era un caso delicado, pues estaba acusado de matar a su abuelo
y a la nueva esposa de éste. En condiciones normales me moriría de ganas de
empezar. Pero por desgracia, no lo eran.
Cuando
terminé las alubias me levanté.
-
¿A dónde crees que vas? – Preguntó Dick.
-
Lo siento, Dick. Ya hice lo que tenía que hacer. – Repuse. –
El hijo es culpable, y el
ama de llaves también. El padre es inocente.
Seguramente no sea un santo, pero no se ha cargado al viejo. Ya sabes como
funciono en estos casos, leo su cartel y punto. Tu trabajo es descubrir el
“cómo” sucedió.
-
Eres un malnacido, Camus.
-
Sí. – Me puse el abrigo. – Tengo un asunto muy feo en casa.
Te veo luego.
Pocas veces me
sentí más estúpido como irrumpiendo en mi propio piso, ahora
también escena de una brutal pelea, justo
cuando la policía local estaba investigando el asunto. No engañaba a nadie:
todos allí me conocían y sabían que vivía allí, y las vendas sobre mi ya
patética figura confirmó sus sospechas. Cuatro policías más el forense que
estaba examinando el corpachón de Harvey, con la cabeza clavada en la ventana.
Los letreros sobre sus cabezas no ofrecían dudas: me consideraban “CULPABLE” en
grandes letras rojas.
-
Quédate quieto un segundo, Camus. – Dijo el que parecía el
líder.
-
Sin problema, agente. – Dije. – Tan sólo permitan que me
ajuste la corbata.
Me coloqué delante
del espejo grande del recibidor, haciendo como que me arreglaba.
Dos de ellos empezaron la aproximación.
Tarde, estaba frente a mi punto de fuga. Me palpé el cristal del pecho,
chasqueé los dedos y salté contra el espejo, listo para aterrizar en casa de
Kath.
Mi
reflejo y yo nos partimos en mil pedazos; el golpe fue descomunal, la reacción
de los policías también, y la magia había dejado de funcionar en el peor
momento. No me acuerdo de más.
Naturalmente,
Otis Haybrook no fue a juicio. Conmigo fuera del caso, su adinerado padre se
encargó de mover los hilos pertinentes. No así con la pobre ama de llaves, que
aguardaba en la celda el momento de encarar la vista. Lo sé muy bien:
compartíamos la única celda doble del calabozo.
Desconozco
el arreglo al que llegaron padre e hijo Haybrook, pero seguro que la cuantiosa
herencia del finado tuvo algo que ver. No era ya asunto mío lo que tratasen
esos aristócratas: les deseaba lo peor, pero tampoco es que quedase mucho de
mí. El golpe contra el espejo me había tenido vendado como una momia por
semanas. Las heridas terminaron de curarse tan solo dos días antes de mi vista.
Era una ciudad pequeña: celebraban ambas vistas la misma mañana. Primero mi
caso, luego el asunto Haybrook.
Vino
a verme mi ex – compañero Dick. Ahora era el detective en jefe, pero no tenía
cristales mágicos para leer la mente a los sospechosos, así que resolvía sus
pesquisas trabajando duro. Me alegré por él, se lo había ganado. Adiós, Dick.
Vino
a verme Kath y de mí ya casi no quedaba nada. Me habían quitado el último
cristal mientras me arreglaban en el hospital, así que sin ello me estaba
consumiendo. No pasaba nada, era normal. Todos los reflejos se desvanecen y a
mí ya me iba tocando. Cuando los espejos ya no te obedecen, hay que irse
retirando. Dejando espacio para los demás. Dios santo, cuánto la amaba. Se lo
dije, o al menos lo intenté. Ella no necesitaba espejos para verse guapa.
-
…ath… o… e…. amo…
-
Tranquilo, Camus. – Asentía ella en su mayúscula perfección.
– No hables o te desgastarás más rápido.
Dijo que iba a
dejar la ciudad, que iba a probar suerte en una más grande. Claro que sí,
pensé. Era de lo más injusto que semejante
milagro de persona tuviera que quedarse confinada en este rincón del infierno.
Por supuesto que traté de decírselo, pero era particularmente difícil y
desistí.
-
Cuide de él. – Le rogó Kath al ama de llaves, que observaba
silenciosamente en la
litera. No había dicho una palabra en las
semanas que llevábamos allí. – Ya sé que probablemente no quiera, ya que al fin
y al cabo usted está aquí por su culpa. Así que… bueno, en fin, mejor no digo
nada. – Terminó su alegato sonriendo. – Dejaré esto aquí para que se
entretengan con algo, al menos. – Era un pequeño regalo envuelto.
-
…ath…
Me revolvió el
pelo. Fue algo maravilloso.
-
Sí, Camus. Yo también.
Se fue flotando
como las musas y decidí dormir hasta el día del juicio final.
Así fue: me
despertaron los guardias que iban a llevarme al juzgado. Vale, maté a Harvey,
pero alguien tenía que hacerlo, pensé en decirle al juez. Buen intento, Camus.
Me dieron 5 minutos para vestirme y salieron al pasillo a fumar mientras me
esperaban.
Grité
asombrado al incorporarme. Ya no era una sombra, había recobrado el físico y la
fuerza. ¿Pero cómo?
El
regalo de Kath. El ama de llaves lo había colocado bajo mi almohada. Era, por
supuesto, un pequeño espejo de mano. Qué lista eres, demonios. Te amo a muerte.
La
mujer catatónica me miró por primera vez. Imploraba algo con aquellos enormes
ojos.
Asentí. Me senté
junto a ella y la rodeé con el brazo. Coloqué el espejo junto a
nosotros. Era un punto de fuga muy pequeño
y probablemente uno de los dos no lo conseguiría, pero era lo mínimo que podía
hacer.
-
¡Eh, Camus! ¡Más vale que estés listo! – Gritaron los
guardias.
-
Ya lo creo. – Respondí. Apreté firmemente su hombro.
“Te quiero, Kath.”
Chasqueé los dedos.
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