martes, 22 de marzo de 2016

Jalapeño blues

No me llamaban de ningún sitio, ni para vender cosas, ni para hacer habitaciones, ni siquiera para limpiar la basura de otros. En defensa de aquellas personas cuya respetable visión subjetiva de las cosas les impedía quedarse callados, diré que lo estaba intentando bastante. No me había pasado los últimos siete meses de mi vida dejándome la piel en las paredes de una oficina por el salario mínimo de un país -que no era en el que estaba viviendo- para nada. En fin, durante la búsqueda siempre encontraba tiempo para ir a algún sitio a escribir. Tenía una historia noir en proceso que me encantaba, pero sólo había terminado tres capítulos en un año. No estaba mal, el cuento era realmente bueno y la trama iba mejorando. En el camino dejé de hablar con la chica que daba nombre a la chica del protagonista, pero no se lo cambié. Sólo los separé porque fortalecía la narración. Siempre aquí, llenando de fantasía la cotidianidad. Pero a fin de cuentas seguían sin llamarme de ninguna parte y aquello era lo único con lo que se quedaban los demás.

Me las había apañado para publicar un artículo acerca de Hank en algún sitio que no tuvo mala acogida, y ahora tenía otro encargo, sobre cine, que pintaba prometedor. Pero no me salía nada. Quise hablar de un par de cosas pero la chica que me había conseguido el trabajo lo tiró por tierra. No dije nada. Ella sabía más y yo no estaba para imponer mucho. El único motivo por el que pedía cafés en el bar, a pesar de que siempre estaban horribles, era que con lo que costaba una pinta podía comer toda la semana. Estaba literalmente muriéndome de hambre y de sed. Ahora era el raro del rincón junto a la ventana soleada, pero era lo que siempre había querido. Mi tiempo era una especie de bola de eternidad en la que normalmente pasaban las mismas cosas. Cada semana mantenía conversaciones idénticas, no importa con quién. Nos juntábamos unos cuantos para hablar de cine y de lo sobradamente preparados que estaban todos ellos. Bajo mi punto de vista, la única diferencia era que a ellos los trataban mejor en la cadena del matadero y después de triturarlos los mandarían a las mejores carnicerías. Como mi carne no servía para nada, me tenían más tiempo dando vueltas en la sala de espera hasta que alguien supiera qué hacer conmigo. 

Con las mujeres pasaba igual. Estaba temporadas enteras solo y escribiendo sobre dos o tres, no sé, quizá más, y de vez en cuando estaba con algunas casi al mismo tiempo. Como normalmente no eran las mismas sobre las que escribía, me agobiaba y dejaba de verlas. Así me ganaba enemigos mortales en sus ciudades y una reputación mal entendida en donde residía entonces, pero al menos así me leía alguien. Todo servía para algo. A veces volvía a leer a Hank, lo poco suyo que me quedaba por leer, ya que es uno de esos sobre los que escribir resulta abrumadoramente fácil. Ray Loriga juntó algunas líneas sobre él poco después de su muerte y veinte años después yo cité ese mismo texto en el artículo porque expresaba a la perfección como me sentía. Pero no te estoy agradecido, Ray, en absoluto. Amigo, hay tres Rays en mi vida (Bradbury, Carver y tú) y ni te acercas a ellos, pero vamos, ni de lejos. Para empezar porque estás vivo. Y por desgracia, hasta yo estoy más cerca de ti que de lo que tú estarás jamás de ellos.

Volviendo a Hank, trataba de rehuír su estilo, no quería ser una copia barata y rancia pero supongo que a veces es inevitable. Me había encontrado con tantos imitadores, tanto de pluma como de barra de bar, que todos me resultaban nauseabundos. Tenían un esquema consistente en coger frases suyas, modificarlas lo suficiente y redactar todo un texto en torno a esa frase adulterada. Era otro tipo de fabricación en serie, involuntaria y absurda. Los clones de barra de bar me caían mejor, porque invitaban a rondas. Compartíamos la teoría de que la inclusión de diálogos en la narración entorpecía la lectura, además de regirse por unas normas ortográficas de lo más coñazo. Así que los evitábamos, tanto en la vida literaria como en la real. Los diletantes que trataban de relacionarse conmigo no tardaban en darme por imposible y me dejaban concatenar gerundios en paz. Y con los textos... una vez, en cierto concurso, todos se me lanzaron al cuello por inventarme algunas normas para los diálogos. Sólo los había incluido para parecer normal y hacer más sencilla la lectura. Páginas y páginas de comentarios en contra, ni una sola crítica al texto. No les dije que había ganado diez o doce certámenes de más nivel que ese de forma consecutiva antes de que ellos aprendiesen a masturbarse con las normas de la RAE. ¿Para qué? Lo hubiesen pasado por alto para ir directos a lo que saben hacer, aunque sea terreno baldío, inútil, un pozo de absurdo conocimiento académico en el que ahogarse para siempre y librarnos de su patetismo vital. 

Me gustaba todo lo que fuese orgánico, cuerpos enteros de carne y sangre latiendo fuerte, con huesos que podrían sostener castillos rodeados por un foso de cocodrilos. Estos cuerpos vibraban de vida, ya fueran trozos crudos ahumándose en un gancho o cadáveres podridos en homenaje a las moscas. Había una respuesta para todo eso, para toda la carne atrapada en los campos hostiles y mágicos entre la vida y la muerte. Y mientras cavábamos con palas hechas de letras, yo me reventaba la mano con un bolígrafo contra la mesa y otros se destruían el alma cocinando para otros o limpiando su mierda, y los más preparados vendían su suerte en empleos que nacían destinados a pender del hilo para siempre. Entre tanto, teníamos jalapeños. Rodajas verdes con semillas que añadíamos a toda faceta de la carne, de la vida, mientras durase. Lo hacíamos porque el insoportable ardor nos libraba de la sensación de pesimismo total que nos inundó una vez, hace mucho tiempo, al volver a casa tras las últimas vacaciones antes de empezar el instituto, adiós a la infancia y comienzo de la vida adulta. Llevo 16 años esperando para contarle esto a alguien y no estoy seguro de que vaya a servir para algo. 


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