jueves, 25 de febrero de 2016

Argentina Clásica Alternativa

¡Fue bárbaro!

Saben, cuando nos acostumbramos a dormir hasta tarde, salíamos a correr por la ciudad, robábamos comida en el mercado y seguíamos corriendo por todas partes, con eso teníamos para todo el día. Oh, sí, a veces picoteábamos aceitunas de los platos de los clientes cuando nos metíamos a trabajar en algún bar y los dueños nos amenazaban y nosotros reíamos, era el mejor sonido desde que Hendrix enchufó la cuerdas y ¡DIOS! ¡CÓMO CORRÍAMOS! Al atardecer íbamos a las escuelas a jugar a fútbol con los chavales hasta que anochecía. Los echábamos de la cancha o nos poníamos a jugar con ellos. ¡Cómo corrían ellos también! Ricardo era el gambeteador. Era Maradona, Riquelme en sus buenos días y Messi, todos en uno, todo el tiempo. El que siempre querías en tu equipo y te desesperaba en el contrario, por eso siempre jugábamos todos juntos. Los humillábamos a todos los pibes, en todas las escuelas de la ciudad. Niños, mayores ya, daba igual, eramos mejores que todos ellos. 

Mi amigo Cristian, de Boca a muerte el gaucho, decía que si formásemos una liga saldríamos campeones todos los años, pero las ligas requerían de tipos de horarios distintos y nosotros cuando mejor estábamos en la cancha era al atardecer. Antes de eso también, no vayan a pensar. Para Darío, el mejor momento para anotar era cuando la escuela estaba a una buena altura, el sol estaba cayendo y los atardeceres eran rojos porque Z estaba dándole bien a ese Dios y entonces nuestro arquero se activaba al verlo todo del color de la sangre y salía de la portería con el balón, se regateaba a todos los rivales varias veces y cuando estaba en la frontal, aún pudiendo rematar y atravesar la escuadra, la red y la pared de cemento (de verdad que podía, le he visto hacerlo), se escoraba al córner gambeteando a todo el que se acercase y ponía una rosca imposible al segundo palo. 

Y era mi momento. Me escurría entre las patadas de los centrales y saltaba hasta tapar el sol como si fuese un ave migratoria que acabase de llegar de otro continente, con los músculos deformados, el cuerpo retorcido en ángulos imposibles, las alas extendidas recortadas contra el cielo de verano, la sombra alcanzando los tobillos de todos los peloteros con la vista fija en el cuero flotando hacia mi cabeza y. 
En un toque certero.
Besaba.
La.
Red.
Y por eso éramos el mejor equipo del mundo al atardecer. Con sus pases era imposible fallar.

Alla arriba yo era Perseo con la cabeza presa de la Gorgona en la mano convirtiendo en piedra a todos los rivales, víctimas que se atrevían a entrar en nuestro laberinto. Pero nos gustaban esos rebeldes porque eran como nosotros, jugaban agresivo pero limpio, sus ídolos eran los nuestros y eso no admitía réplica. Entraban a destiempo pero con nobleza y nos cosían a patadas como al Diego contra Brasil en el 90 y a pesar de eso los gambeteábamos, los gambeteábamos a morir, éramos Caniggia recibiendo el pase trastabillado y anotando, éramos el Gran Capitán Ruggeri comiéndonoslos a patadas, pero de las que no humillan, de las que conceden estatus de guerrero y nadie sale ofendido, solamente con la remera ensangrentada y el corazón magullado en la mano pero feliz por ser reconocido y porque quizá un día pueda reír y correr y jugar y volar y anotar cincuenta goles al atardecer como nosotros, en nuestro equipo de leyendas. Y se juega con la melena desatada y la barba espartana goteando sangre, como presos locos de una maldición que nos atase a la cancha, condenados a batir y a saltar y a cabecear a la red los centros de un demonio enloquecido, tirándolos por toda la eternidad. Era así, en realidad, pero no nos importaba.

La causa era una de las chicas con las que se entendía Ricardo, y no sé si Darío también estuvo con ella en algún momento, y bueno, Cristian por descontado que también y sólo quedaba yo, que sabía a ciencia cierta que no había estado con ella, pero me moría por hacerlo. Esta chica, que en lenguas extrañas y prohibidas se llamaba como el principio del verano, nos habló de la hora bruja de las 5:00 AM, donde uno podía esconderse desde el atardecer y jugar hasta el amanecer sin miedo a que cerrasen las escuelas. No teníamos miedo a saltar ninguna valla, de hecho nos encantaba hacerlo porque nos sentíamos libres, pero el caso es que nos habituamos a jugar hasta el amanecer, casi doce horas cada día de la semana, y las semanas eran cosquillas en los dedos de esta chica que se relamía por tenernos a los cuatro a la vez, lo cual inevitablemente no tardó en suceder en cierto descanso entre partidos con todo el equipo rival sollozando, derrengado sobre la cancha de piedra tras un 11 - 1 en el que brillé especialmente con siete goles y me correspondió el premio mayor, algo equiparable a levantar la copa en México tras el doblete de Valdano. 

En fin, todos los días acabábamos de jugar a las 5:00 AM, habíamos ganado, ya no sé, todos los campeonatos de la ciudad veinte veces, pero no era bastante, ni tampoco montar bocadillos para los clientes y comérnoslos nosotros en la puerta de atras con total clandestinidad, ni correr entre la gente ni robar en las tiendas, se nos acababa el mundo. Y un buen día Cristian y yo nos aburrimos de jugar y de ganar y quisimos regresar a una vida más tranquila y no pudimos, pues ya no había más vida que la cancha y las vallas que cercaban la escuela tocaban el cielo que ahora siempre estaba rojo porque ni la noche muerta se metía entre el atardecer y el amanecer. Y eso estaba bien, pero no era suficiente, y sin embargo lo aceptamos y no tuvimos más remedio que seguir jugando y saltando y ganando, gambeteando para siempre. 

Porque, como nos explicó Ricardo, a lo mejor la chica nos había encerrado a los cuatro en su sueño de las 5:00 AM, que no era un sueño cualquiera, sino la fase más poderosa antes de despertar, el mundo eterno en el que todo lo que decidas es posible y los sueños duran horas disfrazadas de días congeladas en años. Y estábamos presos allí, en su patio, porque ella tenía escaso interés en nosotros pero mucho en Z, y mientras nosotros jugásemos Z estaría bailando allí arriba así que cuando estábamos exhaustos nos amontonó en la portería de Marathon, se quitó los zapatos y trepó por nosotros con la ligereza del sueño para alcanzar el cielo y, por lo visto, a Z, y ahora los atardeceres bajo los que jugamos son rojos y rubios y es una hermosa motivación para seguir ganando para glorificar algo que nunca será nuestro, que es como siempre se ha hecho. 

No es un mal castigo del todo. Nos costó notarlo, pero estamos rejuveneciendo al mismo tiempo. Cada vez nos parecemos más a los cuatro pibes de Lanús que pateaban latas antes de volar a Europa a buscar un futuro imposible. Y ahora todo el mundo nos conoce. Los equipos rivales de nuestra infancia pasan por aquí a disputarnos el balón y todos salen llorando. Un combinado de los mejores onces de la historia del fútbol moderno tendría problemas para arañarnos un empate. No concedemos nada. Tenemos un único sueño, y es figurar en los murales de todas las escuelas como el mejor equipo de la historia. Al lado de esto, escapar no es una aspiración siquiera. Somos más libres que nadie.

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