"Anarchy smiles in the Royal Mile"
Derek William Dick.
Ven aquí...
El reclamo golpea loco y no puedes evitar ir en su busca, aferrándote al último aliento de su rastro. Quizás viste la palabra difusa ocultándose bajo la hiedra y el musgo, entre la tierra y la piedra, argamasando el empedrado de la milla que baja desde el castillo viejo al castillo nuevo. Bienvenido a Edinburgo, la ciudad del millón de fantasmas.
Te invito a comenzar la búsqueda en lo alto del castillo, pues la ascensión te permitirá avistar y ser avistado por un buen puñado de espíritus de los que tratarás de esconderte, en vano, pues no hay mano gélida incapaz de tocar tu espalda si se lo propone lo más mínimo. No hay faldones transparentes que no dejen sus intangibles marcas al rozar las milenarias baldosas, ni corrientes de aire que no dejen Inverness, la imposible capital del norte allá en las Tierras del Eterno Invierno que dijo aquel, que no abandonen el glaciar materno como demonios que cabalgan el aire, que cabalgan hasta la cima del Ben Nevis y surquen la superficie de los lagos, que hagan asomar perezosamente la cabeza de algún monstruo antediluviano allá en la ribera de Fort Augustus, que no bata mandíbula en un rugido que hizo tambalearse la altanería del mismísimo macizo de Glencoe, que no resquebraje rocas grandes como mentiras que se despeñen hasta encontrarte y, en definitiva, que esas corrientes glaciares te recorran y seas un escalofrío de carne y hueso más real y, de momento, tangible, que los miles que congregas a tu alrededor.
Los fantasmas devoran el tiempo como si devorasen la barrera que te protege como un campo de fuerza, por lo que los días se acortan y siempre es de noche. Huye a las prisiones del castillo, recorre todas las estancias hasta encontrar la puerta rota y la piedra falsa que lleva al pasadizo, aquel que el príncipe utilizó para reconquistar la fortaleza con sólo treinta hombres y que diez mil centenares plagiaron después en sus estrategias y en sus historias que golpean insistentemente con los muñones sangrando contra las teclas en un vano intento por gritarle a la gente lo increíbles que son. Corre, porque el tiempo te devora y luego ellos devorarán al tiempo y no serás más que hojas de lisina en el estómago de un dinosaurio herbívoro destinado a acabar en la digestión de un Gran Rex como el que viste en el National Museum of Scotland y te reíste, e hiciste bien, porque esta es la gran broma final.
Entonces
pareciera como
todo se detiene
todo se funde
todo se concentra en un punto
y ya no sé quién es nada
ni donde está
quién sea que habla
Ven aquí...
Una constelación estalla en la noche. Las brasas brillan en el cielo, las supernovas se desvían, y algunos mundos colisionan con una belleza tal que haría las delicias de Ray Bradbury. Los rescoldos se precipitan a la Tierra como meteoros. En el núcleo de cada uno de ellos brilla un fuego azul en el que despierta un alma al atravesar la atmósfera. El lienzo de Edinburgo que J.M.W. Turner se encuentra pintando en el observatorio de Old Calton Hill jamás ha vivido mayor inspiración. Sin embargo, un genio sabe cuando no alterar su propia obra (y, en el caso de Turner, también cuando escupir literalmente sobre ella), y no veremos la lluvia en llamas explotar dulcemente contra la Atenas del norte. Tampoco escucharemos el rumor del volcán que se agita como un gigante dormido, que es ni más ni menos la montaña sobre la que construyeron el castillo. Desgraciadamente, el palacio de Holyrood no ha sido construido aun, así que la Reina de Inglaterra dispondrá de su residencia de verano en el lejano siglo XX y, contra todo pronóstico, en los siglos venideros. Lástima.
El suelo me golpea. He aterrizado. Turner me mira distante y decide que no soy digno de incorporar a la obra maestra, lo cual no estoy en condiciones de refutar. Me recompongo como puedo, me incorporo y me veo frente a una pléyade de espíritus. Reconozco algunos. Los otros no hace falta, porque adivino sus intenciones. Te reconozco. Huyo y ninguno me sigue, porque saben que es imposible escapar. El sueño de libertad no me detiene y recorro la Royal Mile como si fuera la primera vez (¿quién dice que no lo sea?) y, cómo en los sueños de verdad, puedo indagar en cada rincón, en cada callejón, esconderme en la catedral de St. Giles del machete de Deacon Brodie, aquel a quien luego conocerían como Henry Jekyll. Reconfortado por un buen haggis de entrañas de cordero y regado con la peor de las cervezas y el más auténtico de los sabores, con la boca llena de sangre y los ojos devorando los caminos, me detengo a resollar. La pléyade se manifiesta a los pies del castillo, siendo el barrio viejo su arena y yo su presa a la que no tienen ninguna prisa por cazar, porque cuando no existe el tiempo no hay prisa que apremie la huida ni la captura.
Cobijado en el último escalón del monumento a Scott, me elevo en el punto más alto de la ciudad, como un capitán pirata oteando los edificios, las torres, el puerto de Leith a lo lejos y las colinas que se yerguen como pueden dado su ridículo tamaño en comparación con sus hermanas mayores de las Tierras altas. Dentro del monumento hay una capilla dedicada al autor, y susurro en silencio una de sus frases que han grabado en la piedra: "Mine own, romantic town!", y eso me reconforta, pues no hay, a pesar de las circunstancias, ciudad mejor en la que vivir o como se llame esta circunstancia concreta. El juramento ejerce de acuerdo parlamentario. Los fantasmas, amigables, empiezan a tocar una melodía siniestra con tambores. Hacen todo un acontecimiento de esto. La banda nacional desfila orgullosa tocando el himno escocés y luego ya sí, luego ya me dedican la marcha fúnebre. Charles Dickens, en una de sus visitas a Edinburgo como buen inglés estirado, es enviado a parlamentar. El hombre sube los 287 escalones de caracol sosteniendo una cabeza de toro en una bandeja sin tropezar. Hay genios que verdaderamente caminaban por encima del suelo. Deposita el nada discreto mensaje enfrente de mí e intento mantener una charla amistosa con él, dado que muy probablemente no vuelva a tener otra oportunidad, pero está muy ocupado o es realmente estirado. Tira de archivo para decirme que vendrán a verme tres espíritus. Bueno, tres entre un millón no esta mal. Podía ser mucho peor.
No puedo dejar de admirar los edificios, ni el empedrado, ni el cielo, ni el mar. Voluntariamente desando el camino de la escapada y me planto en el centro de Princess Gardens, en el montículo donde erigirán la National Gallery. Una cantidad incontable de siglos me observa. Los fantasmas marchan como un silencioso ejército y las hojas del jardín se mueren. Los edificios se mueren. No hay ni una miserable forma de vida en todo Edinburgo que no se extinga ante la marcha del heraldo de la muerte. Esto es Comala. No describo al heraldo, pues el mínimo intento de aproximación retorcería mi lengua hasta estrangularme con ella. Una mano esquelética señala al primero de los fantasmas. que resulta ser el equivalente a un pueblo entero. Me juzgan en silencio, y como era de esperar, los conozco a todos. Les digo que lo siento y sus miradas no dejan entrever ni una súplica. Les digo que lo siento de nuevo, que no puedo mostrar un amor que desconozco, que no hay en mí y que nunca lo ha habido. No sé decirles otra cosa, porque no la hay. No hay nada dentro de mí. Supongo que lo entienden, que siempre lo han sabido, pero no es suficiente. Nunca es suficiente, por eso me juzgan. Siempre ha sido así. El segundo de los fantasmas eres tú, de nuevo, como al principio de todo. Te diriges a mí en silencio, acechando una respuesta cuando no hay preguntas que hacer. En tus ojos brilla algo tan bello como las piedras del reino de la Muerte. No hay suficientes para tallar las esculturas que mereces, y sólo estoy yo, así que haré lo que pueda.
Estoy aquí
¿Qué decir? Sí algo puedo asegurar es que ésta ciudad se construyó para que tú y yo nos encontrásemos en algún momento. Ése es el único verdadero propósito para que alguien se tome la molestia en construir una ciudad, y Edinburgo dista mucho de ser la excepción. Es sólo una prisión más, quizá la mejor, pero nada más. Y las prisiones se construyen para mantener dentro a los peligrosos, o para que los peligrosos estén a salvo de una amenaza aun mayor. Y yo entraría gustoso en esta prisión para siempre si fuese a estar a salvo de ti, pero no hay paredes para los fantasmas, y tu recuerdo deja agujeros en las murallas por los que cabe hasta el sol, que guarda un asombroso parecido contigo y además quema casi tanto como rozarte. Si concediesen últimas voluntades en la cárcel, no me costaría mucho decidirme por poder encontrarnos de nuevo por primera vez en otra ciudad y fingir que nos gustamos lo suficiente durante unas cuantas horas a todas luces insuficientes. Los fantasmas jalean espectáculo, y me temo que tú eres las fieras y los gladiadores a la vez y yo sólo un prisionero. Y tras el combate agonizo exhausto en un charco de sangre y te despides con un "Y te dejo con las ganas, para que puedas follarme bien en tu vivaracha imaginación", como aquella vez. Pero esta vez no soy tan lento (he tenido siglos para pensar una respuesta), y susurro: "Mi vivaracha imaginación lleva años follándote", porque, perdonen la honestidad, decir que me paso la eternidad elucubrando fórmulas para describir el universo o salvar a la humanidad sería mentir, y bastante castigo tengo ya para añadir más cargos a la condena.
El último de los fantasmas no es un ser terrenal, sino un emisario de alguien de mucho más arriba. Y, sorpresas de la vida y la muerte, se siente benévolo. Supongo que sólo quiere llevar la contraria a la pléyade, A nadie le gustan las pléyades. Me va a conceder un deseo, y se lo murmuro al oído para envidia del tribunal. Me sacan de allí. Subimos a la Royal Mile por el camino del castillo, atravesando túneles de dudosa claridad. Subimos y bajamos estrechos senderos de la ciudad subterránea, durante días. A partir de cierto punto, ya sólo es descender. Debemos estar bajo el ayuntamiento, pero está a kilómetros de distancia, y los kilómetros están llenos de tierra. Seguimos el descenso. A cada lado se abren estancias donde misteriosas criaturas aúllan en lenguajes que quisiera no entender. En un pabellón particularmente grande han capturado a Nessie. Me detengo a observarlo y el monstruo clava su pupila en mí. La inmensidad me absorbe y estoy a punto de caer en sus fauces, pero el emisario insiste en seguir adelante, porque ya estamos cerca. Millas. Galaxias. Finalmente llegamos a una puerta de madera que está rota. El emisario me indica que pase, porque su Señor aguarda, y desaparece. Y qué voy a hacer. Entro, no sin antes sacarme los ojos, porque ya no me van a hacer falta. Lo sé. Me postro ante el que espera y declamo mi petición. Y en un magnánimo gesto de bondad, me lo concede.
Tras reorganizarse el Nuevo Orden Mundial, Edinburgo se inclina ante el universo que contempla la Creación. Se ha reescrito la Historia, los seres humanos han desaparecido de la Tierra, y la capital escocesa es una obra arquitectónica de belleza inigualable cuya elaboración me es atribuida. En mi nuevo papel de Gran Arquitecto soy polvo que flota danzante entre los rescoldos de una constelación que volverá a brillar tras haber estallado. Extinción de luz estelar. Los únicos fantasmas que quedan ahora son los de las estrellas, muertas aquí arriba, pero cuya luz sigue iluminando la ciudad que construí en tu honor. El mausoleo definitivo. Ahora todos los edificios llevan tu nombre. Todo es para ti, todo es sobre ti. Es mi último homenaje. No hay ente universal que no sepa de esto ya. Los últimos alientos de mi ser se fusionan en los puntos de la constelación, y cada célula grita de alegría y dolor, que viene a ser lo mismo. Sé que algún día, si es que seguís contando el tiempo así, despertarás en esa ciudad, esperando para reencarnarte. Mientras tanto, duerme. La luz de mis difuntas estrellas te sonríe
y te ilumina allá abajo
en el Princess Garden
en la ciudad de un millón de sueños.
"De las brasas de una constelación
al mundo perecedero
bendecida fue la causa de mi fortuna"
Héroes del Silencio
Edinburgh from Calton Hill, c. 1819
Joseph Mallord William Turner